Metafísica de los tubos

Reseña literaria comentada en el Seminario de Investigación "Los objetos del Fantasma" en junio de 2003.

  • Publicado en NODVS VIII, novembre de 2003

Resum

Este texto explora la novela de Amélie Nothomb, Metafísica de los tubos, y cómo esta se trabajó en el Seminario de Investigación "Los objetos del fantasma" en relación al Estadio del Espejo y las formas tóricas. A partir de la variedad de elementos interesantes que se pueden extraer del texto de la novela, en el Seminario, se han puesto en relación con conceptos psicoanalíticos tales como: anorexia, escritura, cuerpo, muerte, goce...

Paraules clau

anorexia, deseo, Estadio del Espejo, muerte, voz, asco histérico, elección, goce, palabra, cuerpo, escritura, mirada, placer

Reseña literaria comentada en el Seminario de Investigación “Los objetos del Fantasma”, de Miquel Bassols. Clases del 12 y 19 de junio de 2003.

Esta novela de Amélie Nothomb, escritora belga nacida en Japón, se comentó en este Seminario en relación al Estadio del Espejo y las formas tóricas, a partir de la variedad de elementos interesantes que se pueden extraer del texto desde el psicoanálisis. Este libro, publicado en el año 2000, narra en forma aparentemente autobiográfica los tres primeros años de la vida de la autora en Japón, cuya cultura marcará su producción literaria. (Nota: la mayoría de las citas están traducidas de la versión francesa, dado el cambio de sentido que se genera en la traducción castellana de Anagrama, pero se remite a las páginas de ambas versiones).

Es interesante conocer algunos datos de la biografía de la autora y de la relación que establece entre la escritura y su cuerpo. En efecto, declara que la escritura vino a “habitarla y salvarla”; salvarla de la anorexia, que comenzó a sufrir, según cuenta, el mismo día que su hermana, cuando ella contaba 13 años y la hermana 16. Es curioso conocer un apunte de la misma autora: de pequeña “admiraba locamente a la hermana”, por lo que el inicio de la enfermedad en el mismo día podría ligarse a esa admiración tan ferviente y a un mimetismo hacia la hermana en todos los sentidos. Sabemos también que Amélie consideraba que su hermana escribía muy bien cuando ella era niña, por lo que elogiaba su escritura, creyendo que nunca podría producir nada tan bueno. Sin embargo, comenzará a escribir a los 17 años, después de que la hermana abandone la escritura.

A propósito de la anorexia, la autora escribirá: “el cuerpo desaparece poco a poco; es increíble ver hasta qué punto los problemas con los otros desaparecen cuando no hay más cuerpo”. Al parecer, esos problemas derivaban de la inadaptación a su nueva vida en Bélgica, y será el descubrimiento de Nietzsche el que la hará comenzar a escribir: declara que con él entendió que debía sublimar la agresividad que de adolescente había en ella, hacerla salir: “Él me salvó, porque estoy segura de que de no haber empezado a escribir, habría acabado muriendo”. La escritura, tal y como afirma, aprobó ahí donde ella había fracasado: le permitió integrarse.

En definitiva, gracias a la escritura podrá, según explica, extraer algo de su problemática: “todas las destrucciones que he vivido me han aportado algo”. En la escritura descubrirá un poder, el de seducir, que no poseía en la vida diaria; por ello, podrá afirmar que “fuera de la escritura no había nada, realmente nada”. En cuanto a la anorexia, sostiene: “la escritura me ha enseñado a remitir la comida a su verdadero lugar: un simple carburante”. En relación a ello, es reveladora una última explicación; para escribir, debe provocar una tensión del cuerpo y el espíritu, por lo que se levanta en plena noche, y se priva deliberadamente de comer: “Hay que estar vacía para escribir; cuanta más hambre, más se siente el goce físico de la escritura”.

Podemos distinguir tres tiempos en la novela, según la evolución de la protagonista; el primero se inicia en tercera persona, con la siguiente frase (página 7 de la edición francesa): “En el principio no había nada. Y esa nada no estaba ni vacía ni era indefinida: se bastaba sola a sí misma. Y Dios vio que aquello era bueno” (esta definición nos recuerda al goce autista del que habla Lacan). A partir de aquí se narra que Dios era la absoluta satisfacción: no quería nada, no esperaba nada, ni se interesaba en nada, sólo existía. Dios carecía de mirada, “la más sorprendente de las virtudes”, nos dice el narrador, “ninguna palabra puede aproximarse a su extraña esencia” (pág. 8 de la misma edición). “La vida -dice el texto- comienza donde empieza la mirada”, y Dios carecía de ella. A continuación el narrador habla de Dios como “el tubo”, porque sólo comía y defecaba, sin darse cuenta de ninguna de estas actividades. “Existe una metafísica de los tubos” (pág. 9 edición castellana y francesa.): “los tubos son una singular mezcla de plenitud y vacío, de materia hueca, una membrana de existencia que protege un haz de inexistencia”.

¿Qué sabemos hasta el momento del tubo?: no hay en él mirada, no hay goce en el cuerpo (“filtraba el universo y nada retenía”: pág. 9 castellana.-10 francesa.); no hay voz, sino que hay silencio; es la pasividad pura y simple, nada lo afecta. Se nos habla de los padres del tubo, y sabemos que es un bebé, aunque no si es niño o niña porque los padres lo consideran una planta; ante un hijo-vegetal, experimentan acciones límite como dejarlo sin comer por un tiempo para provocar una reacción, pero el tubo acepta la inanición como acepta todo, porque “ser o no ser, aquella no era su cuestión” (pág. 12 castellana, 13 francesa). No hay por tanto instinto de supervivencia: el “bebé” no mama al nacer, se queda indiferente ante el pecho de la madre. Tampoco hay respuesta, no hay Madre-Otro que lo sostenga como lugar ortopédico.

El narrador cuenta que a los padres se les pasa por la cabeza que su bebé no es una planta, sino un tubo, pero rechazan esa idea porque les es insostenible. Al año el “bebé” sigue durmiendo en la habitación de los padres (pero no los mira, por lo que no cabría preocuparse por la escena primaria). Finalmente los padres se despreocupan e incluso se alegran, ya que tienen un niño, una niña y un vegetal que no da trabajo, por lo que otros padres, señala el narrador, incluso están celosos. A excepción de la ausencia de mirada, el tubo era de apariencia normal y poseía un poder: “era la encarnación de la fuerza de la inercia, la más poderosa de las fuerzas. También la más paradójica” (pág. 13 castellana, 15 francesa.).

Concebido el tiempo como “una invención del movimiento” (pág. 16 castellana, 19 francesa), el tubo no tenía conciencia del paso del tiempo. “La mirada es una elección. El que mira decide fijarse en algo en concreto y, por consiguiente, a la fuerza elige excluir su atención del resto de su campo visual. Ésa es la razón por la cual la mirada, que constituye la esencia de la vida, es, en primera instancia, un rechazo”. Según esta definición, el tubo no vivía porque no escogía: “vivir significa rechazar” –pág. 18 castellana, 20 francesa- y para rehusar hay que elegir primero.

El segundo tiempo se inicia cuando, un día ordinario en que el tubo “se concentraba en su vocación cilíndrica”, comienza a gritar; con dos años despierta del estado anterior, y furioso. No sabemos el por qué de este cambio. Los ojos cobran color (por lo tanto, mirada): “La criatura estaba finalmente viva” -La pulsión escópica prevalecerá ahora sobre la oral, y podríamos determinar que en este momento se introduce algo del goce fálico-. Los médicos no se explican el motivo del cambio, se limitan a cambiar el diagnóstico de “apatía patológica” por “irritabilidad patológica”. Entretanto, el bebé (se puede escribir ahora sin comillas) descubre que los objetos existen sin necesidad de él, y eso lo enfurece aún más; también lo enfurece no poder hablar, porque no duda de su divinidad, pero no puede articular palabras: “sentía en su interior un poder gigantesco y se ofuscaba al comprobar que era incapaz de ejercerlo” (pág. 26 castellana y 30 francesa).

Con dos años y medio el bebé sigue furioso, hasta el momento en que la abuela lo visita y le ofrece algo blanco; a punto de morderle la mano, prueba el chocolate y “el milagro tiene lugar”; toma conciencia de sí, escucha su pensamiento, que dice “soy yo, yo soy quien vive, quien habla, soy yo quien te da el placer” (traducción de la versión original, pág. 37, frente a la castellana castellana, pág. 31, que dice “el placer es mío”). Aparecerían ahora por tanto la conciencia del yo y el principio del placer. El cuerpo se experimentará entonces de forma distinta; cuando no hay goce es un tubo, y cuando aparece el goce hay un cuerpo propiamente, con todas sus partes diferenciadas. Podríamos establecer que en este punto el bebé asume su imagen y se produce una identificación, comenzando el Estadio del Espejo.

El tercer tiempo se produce el paso a la primera persona: “Fue entonces cuando nací, a la edad de dos años y medio (...) por obra y gracia del chocolate blanco” (pág. 31 castellana y 36 francesa). Tenemos aquí una frase reveladora (traducida de la versión original, pág. 36): “El placer es una maravilla, que me enseña que ‘je suis moi’” (que yo soy yo) -frente a versión castellana (pág. 31): “el placer me enseña a ser yo mismo”-. “El placer soy yo. No hay placer sin yo, no hay yo sin placer”. El descubrimiento del chocolate y el placer que lo acompaña provoca también el descubrimiento del otro, en este caso, la abuela: “descubrí entonces que, en el extremo de aquella difunta golosina, había una mano, y que al final de aquella mano había un cuerpo culminado por un rostro bondadoso”.

A partir de aquí podemos situar la acción (se desarrolla en Japón, probablemente en 1967, en el seno de una familia belga); sabemos que el bebé es una niña, que comienza a descubrir el mundo con una curiosidad insaciable y sin la furia anterior (pág. 33 castellana y 39 francesa): “El animal furioso había comprendido que existía una justificación a tanto aburrimiento, que el cuerpo y el espíritu servían para gozar (...) el placer aprovechó las circunstancias para dar nombre a su instrumento: lo llamó yo, y es un nombre que he conservado”. Pero además del placer, conocerá también los inconvenientes de esa nueva vida (como para ella es la comida para bebés, o los límites de su poder ante los otros, que responden caprichosamente). La niña introducirá en este punto una reflexión que la acompañará desde entonces: se pregunta por qué “matarse a nacer” si no es para conocer el placer. Se convierte en una pequeña hedonista para la cual sólo el placer tiene sentido.

En este momento hay mirada, voz, goce y elección. A partir del despertar al placer hay una toma de conciencia (quizás podríamos fijar aquí el fin del Estadio del Espejo, un viraje del yo especular al yo social); comienza la memoria y el desarrollo de sus capacidades (pág. 35 castellana, 41 francesa): “Al otorgarme una identidad, el chocolate blanco también me había proporcionado una memoria: desde febrero de 1970 lo recuerdo todo. ¿Para qué recordar nada que no esté relacionado con el placer?”. Podríamos suponer que la escena fantasmática primera es el momento de probar el chocolate, y es la satisfacción que buscará repetir; parece que se da la fijación de esa escena de goce.

Aparecerá ahora el goce de la palabra: la niña descubre que hablar es un acto tan creador como destructor, y que nombrar a alguien es darle una existencia; decide pronunciar primero “papá” y “mamá” para no herir los sentimientos de sus padres, y la alegría que provoca en ellos la hace reflexionar sobre la importancia de la palabra: “demostraba a los individuos que estaban allí”. Al nombrar a la hermana, dice (pág. 41 castellana y 49 francesa): “Como el filtro mágico de Tristán e Isolda, la palabra nos había unido para siempre”. En cambio, como el hermano no le presta mucha atención, para castigarlo decide no nombrarlo “de forma que no existirá”. La sexta palabra que pronuncia será “muerte”, y estará muy ligada a su posterior existencia, a su pasaje al acto.

El resto de la narración transcurre durante el medio año de su nueva vida, en el que ella sigue creyéndose Dios. Tiene una niñera japonesa que le confirma esa creencia, pero otra que no la obedece, por eso descubre “los límites del poder”. Descubre también la mentira, y a pesar de que no la creen continúa inventando por el placer de hacerlo, y crea constantemente nuevas historias. Le fascinan además los cuentos de su niñera, que consideraba hermosos porque “los cuerpos terminaban siempre destrozados”. No le preocupa en ese tiempo la muerte; cuando la dejan dormir sola y abren la ventana del cuarto, se asoma y queda encallada, pero pasa todas las horas contemplando el paisaje y los sonidos, sin preocuparse; no tiene conciencia del peligro, no entiende la posibilidad de la muerte. Ante esto la pasan a dormir con la hermana, pero es insomne. En otra ocasión la llevan al mar y se baña sola, está a punto de ahogarse, pero en ese momento no tiene miedo, ahí sí se da cuenta de que puede morir, pero presta más atención a todo lo que ve desde el fondo del mar, que le maravilla; cuando la salvan incluso se pregunta si es feliz por no estar muerta, y decide que sí, que el mundo era hermoso y merecía la pena vivir.

El día en que cumple tres años espera que le regalen un elefante de peluche, y en vez de eso le regalan tres carpas, a las que llamará “Jesús, María y José”, y que la decepcionan y horrorizan; las tiene que alimentar cada día, y las bocas le parecen repugnantes porque le recuerdan a un tubo: “dime lo que te da asco y te diré quién eres”, piensa en uno de esos momentos (podemos pensar aquí en el asco histérico). Opina que tener tres años no es nada bueno, que los japoneses tienen razón al situar en esa edad el fin de la edad divina (pág. 128 castellana, 153 francesa): “Algo -¡tan pronto!- se había perdido, más valioso que todo y que no se recuperaba jamás: una forma de confianza en la perennidad benevolente del mundo” -En este instante parece que se pierda algo del deseo, lo cual estaría ligado al desenlace de la novela-. Alimentar a las carpas es la primera cosa repugnante que descubre, y esa decepción marcará un antes y un después: entender que existen el crecimiento y la decadencia, que la muerte está siempre presente y que la estabilidad no existe. Las carpas le imponen la visión de su tubo digestivo, y una voz le advertirá entonces (pág. 132 castellana): “¿Te parece repugnante? En el interior de tu vientre ocurre lo mismo (...) en el interior de tu madre, de tu hermano, también ocurre algo parecido. ¿Y tú, qué te crees? Eres un tubo procedente de otro tubo. Estos últimos tiempos has tenido la gloriosa sensación de evolucionar, de convertirte en materia pensante (...) Recuerda que eres tubo y en tubo te convertirás. Hago callar esa voz que me dice cosas terribles”. Asistimos aquí a lo que parecería ser un rasgo psicótico, un nuevo desmembramiento del cuerpo.

El rechazo a esas sensaciones es tan grande que decide para evitarlo suicidarse, y se tira en el estanque de las carpas; allí, dice, “la calma se restablece a mi alrededor. Mi angustia se ha hundido. Me siento muy bien” (pág. 133 castellana y 160 francesa). “Deliciosamente serena” contempla el paisaje desde el agua y le parece hermoso, piensa que nunca se ha sentido mejor y sonríe de felicidad; “de todo lo que me está ocurriendo, lo que más me alivia es que ya no volveré a tenerle miedo a la muerte”. Sin embargo, la salvan y eso la molesta; “una no puede ni suicidarse tranquila”, piensa. En el hospital quiere tocarse la herida, pero no la dejan, con lo cual se queja de que “uno no posee ni siquiera su propio cuerpo”. Finalmente, opta por la indiferencia, resuelve que le da igual estar viva o muerta. Dice que la existencia nunca la ha aburrido, pero quién sabe si el otro lado no hubiera sido más interesante; recuerda que “entre dos aguas” se sentía bien.

Por último, narra que a veces se pregunta si aquella caída no fue un sueño, “un espejismo”, dice la traducción castellana, “un fantasma” (una fantasía), dice el original; pero entonces se mira al espejo y ve la cicatriz, que le confirma lo que sucedió. “Luego, no ocurrió nada más” (nada más, parece ser, que valga la pena ser contado).

Bibliografia

Amélie NothombMetafísica de los tubos, Anagrama, Barcelona, 2001
Métaphysique des tubes, Albin Michel, Paris, 2000.

 

Entrevistas:
http://membres.lycos.fr/fenrir/nothomb/laureline.htm
http://mademoisellenothomb.free.fr/robertnp_int_monde.htm

Soledad Bertrán

Metafísica de los tubos

NODVS VIII, novembre de 2003

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