El cogito cartesiano
Referencia al cogito cartesiano, presentada en el S.C.F. de Barcelona de abril de 2006
Ciencia y metafísica, duda metódica, cogito, sujeto, efecto retroactivo del significante, objeto a
I. Ciencia y metafísica
Como todos sabemos, Descartes es ampliamente considerado como el iniciador de la filosofía moderna. Lacan, en el capítulo I del seminario que nos ocupa1 le otorga también la paternidad de la ciencia, al reconocerle el mérito de haber puesto en duda todo el saber - que llama adulterado - elaborado durante mucho tiempo por la injerencia del amo2, y de hacer emerger al sujeto de la articulación significante. Hay que admitir que, efectivamente, Descartes instaura un antes y un después en la historia de la filosofía: libera a la disciplina de los métodos escolásticos, en cuya tradición todavía se inscribe, y supera los tanteos recientes del Renacimiento, llevando a cabo con voluntad de método y de sistema un proyecto intelectual de una radicalidad y amplitud sin par. Todos sus coetáneos -Descartes vivió durante la primera mitad del siglo XVII (1596-1650) - son aún precartesianos, y todos los que vienen después tienen que ser considerados postcartesianos, en la medida en que son lo que son en gran parte gracias a Descartes y al nuevo espacio mental que éste ha abierto, con la subjetividad, el dualismo del hombre, el racionalismo y el mecanicismo como puntos cardinales. Se puede decir que su posteridad filosófica prácticamente se confunde con la historia posterior de la filosofía, y su radio de acción llega hasta nuestros días3.
El Renacimiento había dejado en herencia al pensamiento moderno un conjunto admirable de investigaciones científicas, repleto de resultados y en rápido desarrollo, pero no un sistema filosófico en condiciones de reemplazar al aristotélico, sometido a duras críticas en la época. En la actualidad, la ciencia no pretende buscar fuera de sí misma una fundamentación para sus propias investigaciones, más bien se erige ella misma como fundamentación: como alimento del significante amo, como portadora del orden del amo, al servicio - pues - del discurso del amo, en su curiosa copulación [la de la ciencia] con el discurso capitalista (en expresión de Lacan)4. Pero en el siglo XVII la situación era diferente: la investigación científica empezaba a aportar las primeras demostraciones de su eficacia, pero aún parecía buscar alguna garantía, externa y superior, para la verdad absoluta del nuevo camino emprendido. Frente al proceder fragmentario de las distintas investigaciones concretas, parecía necesario encontrar la manera de asegurarse a priori que éstas no caerían en contradicciones sino que darían origen a un saber coherente y fecundo, no sometido al peligro de nuevas crisis y trastrocamientos.
Ciertamente, no fue la única intención de Descartes la de justificar desde un punto de vista filosófico la verdad de las nuevas investigaciones científicas, la de buscar un fundamento absoluto de todo el saber, pero sí fue éste uno de los motivos determinantes del enorme esfuerzo metafísico realizado por el filósofo francés.
Su metafísica la expuso Descartes al público en tres de sus obras: en la parte cuarta del Discurso del método (1637), en las Meditaciones metafísicas (1640) y en el libro I de los Principios de la filosofía (1644), y en todos los casos siguió una misma secuencia lógica y expositiva, que indica a la vez el orden lógico de una serie de proposiciones relacionadas conceptual y deductivamente formando un sistema, y el orden del proceso de adquisición de esas proposiciones, que se pueden considerar certezas subjetivas que la “mente” del propio sujeto Descartes va obteniendo en el curso de la investigación. Este orden es el siguiente:
La metafísica va, pues, de la duda a una primera certeza - el cogito -, que de hecho está ya implicada en la misma duda, y de esta primera certeza a juicios ciertos cada vez más numerosos, pues sólo la certeza puede producir certeza.
II. La duda
Tenemos entonces que el punto de partida es la duda. Una duda que es, en realidad, un intento de captar, con la máxima claridad y distinción, cada verdad con la que se construye el saber, paso a paso, residiendo la garantía de ese saber en la evidencia de los resultados que se van alcanzando. Y buscar esta evidencia significa, ante todo, rechazar todo aquello que se ha aceptado como evidente, a pesar de ser dudoso e incierto, todas las opiniones falsas admitidas como ciertas, y todo lo que sobre ellas se ha edificado: “He juzgado que era preciso acometer seriamente, una vez en mi vida, la empresa de deshacerme de todas las opiniones a que había dado crédito, y empezar de nuevo, desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias”5, nos dice en la primera Meditación. Y, en el Discurso: “Deseando ocuparme tan sólo de indagar la verdad, pensé que debía hacer lo contrario y rechazar como absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de ver si, después de hecho esto, no quedaría en mi creencia algo que fuera enteramente indudable”6.
Al inicio de la cuarta parte del Discurso del método, y en la primera de las Meditaciones, encontramos los argumentos de esta duda, que son:
Duda sobre las cosas sensibles: “He experimentado varias veces que los sentidos son engañosos, y es prudente no fiarse nunca por completo de quienes nos han engañado una vez”7.
Errores de la razón: “Y puesto que hay hombres que yerran al razonar, aun acerca de los más simples asuntos de geometría […], juzgué que yo estaba tan expuesto al error como otro cualquiera”8.
La imposibilidad de distinguir el sueño de la vigilia: “¡Cuántas veces me ha sucedido soñar de noche que estaba en este mismo sitio, vestido, sentado junto al fuego, estando en realidad desnudo y metido en la cama! Bien me parece ahora que, al mirar este papel, no lo hago con los ojos dormidos; que esta cabeza, que muevo, no está somnolienta; que si alargo la mano y la siento, es de propósito y a sabiendas; lo que en sueños sucede no parece tan claro y tan distinto como todo esto. Pero si pienso en ello con atención, me acuerdo de que, muchas veces, ilusiones semejantes me han burlado mientras dormía; y, al detenerme en este pensamiento, veo tan claramente que no hay indicios ciertos para distinguir el sueño de la vigilia que me quedo atónito, y es tal mi extrañeza que casi es bastante a persuadirme que estoy durmiendo”9.
El engaño de Dios: “duerma yo o esté despierto, siempre dos y tres sumarán cinco y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados; y no parece posible que unas verdades tan claras y tan aparentes puedan ser sospechosas de falsedad o de incertidumbre. Sin embargo, tiempo ha que tengo en el espíritu cierta opinión de que hay un Dios que todo lo puede, por quien he sido hecho y creado como soy. Y ¿qué sé yo si no habrá querido que no haya tierra, ni cielo, ni cuerpo extenso, ni figura, ni magnitud, ni lugar, y que yo, sin embargo, tenga el sentimiento de todas estas cosas, y que todo ello no me parezca existir de distinta manera de la que yo lo veo? […] ¿qué sé yo si Dios no ha querido que yo también me engañe cuando adiciono dos y tres o enumero los lados de un cuadrado, o juzgo cosas aún más fáciles que esas?”10
La hipótesis de un genio maligno: aun si Dios fuera la suma bondad y fuente suprema de la verdad, y por lo tanto no pudiera atribuírsele el engaño, podría suponerse un cierto genio o espíritu maligno, no menos astuto y burlador que poderoso, que hubiera puesto toda su industria en ese engaño11.
Así, concluye Descartes su primera meditación de la siguiente guisa: “En suma, heme aquí obligado a confesar que todo cuanto yo antes consideraba verdadero puede, en cierto modo, ser puesto en duda, y no por inconsideración o ligereza, sino por muy fuertes razones, consideradas con suma atención; de suerte que, en adelante, si he de hallar algo cierto y seguro en las ciencias, deberé abstenerme de darle crédito con tanto cuidado como si fuera manifiestamente falso.”12
III. El cogito, o de la duda a la primera certidumbre
Habiendo llegado Descartes a este punto de duda radical, se pregunta si no habrá algo que sea verdadero, una sola cosa cierta e indudable, que le aporte una evidencia tal que resista toda objeción, y a partir de la cual pueda construir el edificio del saber - cual punto de apoyo firme e inmóvil sobre el que apoyar la palanca de Arquímedes para levantar la Tierra. Y lo que hace entonces es considerar la duda en si misma, en tanto que es un pensamiento y un pensamiento suyo. Desde esta perspectiva, su duda, que es su pensamiento, está ligada a la existencia de ese yo que piensa. No puede aprehender que piensa sin ver con certeza que existe. Lo formula de esta manera en el Discurso: “Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: «yo pienso, luego soy» - cogito ergo sum -, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando.”13
Debe señalarse que, a pesar del ergo, no se trata de un silogismo. Es decir, no se trata de admitir en general que “todos los seres que piensan son” y de deducir de ello, como caso particular, que “yo pienso y por lo tanto soy“. La verdad del cogito cartesiano es más bien una intuición que se le impone con indiscutible inmediatez y fuera de toda duda. Es una verdad - la primera verdad - absolutamente evidente.
En las Meditaciones formula lo mismo de manera ligeramente distinta, sin emplear esta vez la palabra cogito (abreviatura de la sentencia «Cogito, ergo sum») con la que se conoce esta primera verdad a la que ha llegado. Nos dice allí Descartes: “De suerte que, habiéndolo pensado bien y habiendo examinado cuidadosamente todo, hay que concluir por último y tener por constante que la proposición siguiente: «yo soy, yo existo», es necesariamente verdadera, mientras la estoy pronunciando o concibiendo en mi espíritu.”14
La duda metódica cartesiana incluye pues a todo posible contenido del pensamiento, pero se detiene ante el pensamiento mismo. El pensamiento es necesariamente pensamiento de algo, es decir, tiene necesariamente un objeto. Se puede dudar siempre del objeto, pero no puedo dudar nunca de mi propio pensamiento; puedo dudar de que lo por mi pensado sea, exista, pero no puedo dudar de que lo pienso, pues mi propio pensamiento me es inmediato y soy yo mismo pensado.
De esta manera anuda Descartes, en el cogito, pensamiento y existencia, y da comienzo a la metafísica subjetivista moderna: una metafísica que toma como fundamento el ser del pensamiento, el sujeto cartesiano, el sujeto de la ciencia.
IV. Una vuelta más
Lacan, en el capítulo que hoy nos ocupa15, le otorga todo su valor al cogito cartesiano, a condición de darle una vuelta más. Si partimos del discurso psicoanalítico, el ser que habla es apresado en su discurso, que lo determina como objeto. Se trata de un objeto que no es nombrable, del cual no sabemos nada, más que es causa del deseo, es decir, que se manifiesta como falta de ser. Y, como efecto de lenguaje, es retroactivo: es el efecto lo que hace surgir la causa en tanto pensamiento. Su fórmula, entonces, será: “Yo pienso luego: «Soy»”16. Fórmula que dará su verdadero alcance al cogito, no sólo por incluir en ella al efecto retroactivo del significante, sino por desenmascarar el objeto a, la falta de ser que el cogito, tal cual lo formuló Descartes, oculta; ese agujero en nuestro saber que el psicoanálisis ha revelado y que no se había sospechado nunca antes. En esta nueva perspectiva, el sujeto del psicoanálisis tiene el mismo estatuto que el sujeto del cogito cartesiano.
* Referencia de Jacques Lacan en el Seminario 17 El Reverso del Psicoanálisis, presentada en el Seminario del Campo Freudiano de Barcelona el 22 de abril de 2006.
El cogito cartesiano
NODVS XVIII, setembre de 2006