Sándor Márai, "La amante de Bolzano"
Trabajo presentado en la mesa de lectura "La mujer, más verdadera, más real" durante el curso 2007-08
deseo, amor, angustia, un hombre verdadero, La mujer, la máscara, el objeto absoluto
El espacio trabajado con Rosalba Zaidel se dedicó a analizar la figura de Don Juan como "estructura mítica, sueño femenino". Entendido por Lacan como una imagen a la que no le faltaría nada, no se trata tanto de que tenga o inspire deseo, sino de que cumpla una función; pero señala precisamente la estructura de mito, pues pone en duda que este Don Juan pudiera generar deseo: si no le importa, si no muestra la angustia, la falta, no puede inspirar deseo -que está siempre en relación con la angustia-.
En este contexto surge la idea de dedicar una sesión a hablar sobre la novela La amante de Bolzano, de Sándor Marai, que narra un episodio en la vida de Giacomo; el personaje, nos cuenta el autor, se asemeja terriblemente a Casanova: "de tal identificación sería difícil defenderse (...) De sus malhadadas Memorias no he tomado prestadas más que la fecha y las circunstancias de la fuga. El resto de lo que el lector encontrará en esta novela es puro cuento e invención".
La novela comienza con la fuga de Giacomo y su sirviente, el fraile Balbi, de la prisión de Venecia, y su refugio en Bolzano. Sabemos entonces que "su fama lo precedía, como un mensajero, anunciando su nombre". Dicha fama asusta al posadero, quien pide a su hija adoptiva, Teresa, que vigile al recién llegado. Durante esa noche todos duermen mal en la posada.
La noticia de la llegada del forastero está en boca de todos, y todos se alegran de su fuga, especialmente las mujeres: "se hablaba de él en las iglesias, lo condenaban durante las misas porque materializaba en su cuerpo maldito los siete pecados capitales, en un cuerpo que -según el predicador- ardería en el fuego eterno del infierno, en una caldera aparte, hasta el fin de los tiempos. También se mencionaba su nombre en los confesionarios; lo pronunciaban las mujeres arrodilladas, con la cabeza gacha, escondiéndose tras sus libros de oraciones, golpeándose el pecho y prometiendo penitencia". Éstas, desde la llegada de Giacomo, hacían sus tareas habituales sin dejar de sonreír, no sólo en la ciudad sino más allá de las fronteras, hasta la corte del monarca francés; sentían que aquella fuga había sucedido hasta cierto punto en su propio interés, y su mirada, fija en el fugitivo, decía "sí, sí, sí". Porque se trataba de alguien "sin disfraz y sin peluca".
Teresa, la sirvienta de la posada, es la única mujer que no entiende al principio por qué Giacomo gusta tanto a las mujeres; lo describe como feo, sin atractivo, de corta estatura e incluso con un poco de barriga. Todo el mundo habla de él y ella se pregunta "qué sabrá hacer éste". Sus amigas quieren verlo a toda costa, por lo que Teresa les permite que lo espíen por la cerradura de la habitación; una de ellas, Lucía, se inclina para mirar, se ruboriza y se santigua. Las otras preguntan sorprendidas qué ha visto, a lo que Lucía responde, en voz baja, un tanto inquieta: "un hombre". Se trata de eso, de un hombre de verdad: "¡Un hombre, Dios mío!, pensaron las mujeres, levantando la vista al techo, sin saber si reírse o salir corriendo... La vieja Elena batió las palmas con un movimiento casi devoto, y su boca desdentada repitió con admiración y humildad: ¡Un hombre! Y Nanette, la viuda, miró al suelo y dijo muy seria, con un aire lleno de recuerdos: ¡Un hombre! (...) era como si por fin hubieran visto a un hombre de verdad a través del ojo de la cerradura; como si, en el mismo momento en que habían espiado el sueño del forastero, hubiesen sometido a examen a sus maridos y amantes y a todos los forasteros que hasta entonces habían conocido (... ) como si, ante aquel hombre a quien todavía no conocían, se les hubiese revelado el fuero íntimo de los hombres que habían conocido".
"¿Será un fenómeno tan raro un hombre?, se preguntaban las mujeres de Bolzano"...una palpitación les respondía: "Sí, es lo más raro que hay". Comprendieron que un hombre de verdad es un fenómeno tan raro como una mujer de verdad, alguien que no busca ni a una madre ni a una amiga en las mujeres; "un hombre auténtico, alguien que era total y solamente hombre"; y comprendieron la fama que lo había precedido.
Cuando Giacomo descubre que es espiado observa a las mujeres, ofreciéndonos una descripción que condensa la dialéctica del Amo y el Esclavo: "orgulloso y decidido, como mira el amo a sus sirvientes -un verdadero amo a sus verdaderos sirvientes, a quienes considera seres imperfectos, no porque él sea el amo y los otros los sirvientes, sino porque los sirvientes asumen su papel de sirvientes-".
Tras esta escena, Giacomo ordena a Teresa que entre en su habitación y se sorprende de que la chica no le tenga miedo; a su vez, ella se sorprende porque siente que es la más fuerte de los dos. Él le confiesa: "hay un malentendido entre nosotros, entre el hombre y la mujer, y siempre me avergüenzo cuando hablo demasiado con una de vosotras". Queda desconcertado porque Teresa no siente nada cuando la abraza y la besa, su frente se cubre de un sudor frío, pero logra atraerla con sus palabras: "habrás notado que te estoy hablando a ti, solamente a ti... te puedo reconocer entre mil mujeres, incluso en un baile de máscaras". Al besarla, se pregunta si será ella; "sin embargo, cuando llegaba el turno de las preguntas, él ya sabía que no era ella, que no era ninguna de ellas. Así que seguía sus andanzas". "Estaría bien que fuera ella, poder descansar por fin, saber que uno está vivo y que hay una mujer a quien ama, y que eso es todo".
Más adelante sabremos que existe una mujer que es lo más parecido a esa Ella por quien se pregunta Giacomo; se trata de Francesca, una muchacha de la Toscana por quien se había batido en duelo con el conde de Parma y había perdido. En los últimos años no había dejado de pensar en ella, y se pregunta, soprendiéndose por hacerlo, si estará enamorado; su rostro era "el único sobre el cual él nunca se había inclinado con la curiosidad atrevida, vanidosa y triste con que solía inclinarse sobre las mujeres". Pero la vida era más fuerte, nos dice el autor, más fuerte incluso que el recuerdo de Francesca, y a Giacomo le aterra la soledad y el aburrimiento; "desterrado del escenario del mundo, ¿qué valor tiene la vida?", se pregunta.
No obstante, con el paso de los días se percata de que él tenía ganas de vivir con ella, de cuidarla cuando estuviera enferma, de envejecer a su lado; y se da cuenta de que por eso huyó de ella: "pensó, con la tranquilidad de alguien que se enfrenta a la única realidad con sentido, a la única ley de su vida: esas cosas no son para mí".
Sabremos que Giacomo ha sido encarcelado porque la Inquisición lo ha perseguido; no le perdonan su manera de ser, piensa, y se posiciona como víctima de las elecciones de las mujeres: "¡Qué equivocados estaban! ¡Nunca fui yo quien las elegía!". Se había convertido, a ojos de la sociedad, en un "seductor, un amante oficial, un poseso, un mujeriego, en el enemigo público designado por la autoridad"; no había podido explicar que él nunca había elegido, que siempre lo habían elegido; en la batalla amorosa siempre había sido él el despojado, utilizado y tirado, la víctima.
Una vez que consigue dinero de su protector se decide a hacer su aparición pública en Bolzano, quere "salir por fin a escena", pues considera que "el público lo aguardaba con impaciencia". Sin vestuario, sin máscara ni accesorios, se siente desnudo, sarnoso, aunque precisamente fue así como lo vieron las mujeres en la posada. En ese momento ve a Francesca, grita su nombre, aunque ella no se percata, y siente "el dolor que sentimos siempre cuando nuestros deseos se convierten en realidad". Se encierra en su habitación varios días, indiferente y melancólico, hasta que comienza a recibir visitas de hombres y mujeres que acudirán a él para consultarle problemas amorosos, dado que se dice de él que "conoce el amor y las entrañas de los hombres y las mujeres". Una de las mujeres que van a verlo reconocerá la naturaleza de Giacomo: "existe una especie de tristeza inconsolable, la tristeza de quien tiene constantemente la sensación de haber llegado tarde a una cita divina y, por lo tanto, ya no se interesa por nada".
El desenlace llega con la visita del conde de Parma, quien acude a Giacomo para ofrecerle un acuerdo; sabe que él estuvo una vez enamorado de Francesca, y que fue inútil alejarlo mediante un duelo. Lo confronta con ese amor que va en contra de lo que Giacomo es, y lo confronta con su mismo ser: "tú duermes con tranquilidad mientras la mujer abandonada hace una soga con la sábana de vuestro lecho de amor para ahorcarse delante de tu puerta, y al verla gritas "¡vaya!", menando la cabeza. Tú eres así. Tu manera de amar, de correr detrás de las mujeres, de seguirlas con la mirada, son poco humanas".
El contrato que le ofrece el conde consiste en pasar una noche con Francesca a cambio de una enorme suma de dinero y de un salvoconducto que lo proteja allá donde vaya, y conseguir a cambio que el amor que ella siente por él desaparezca; sabe que Giacomo sólo podría ofrecerle "una ternura indiferente, un fuego que arde pero no calienta", porque lo único que puede dar es la aventura, su género artístico. Sabe que él es como una enfermedad, la peste y la lepra en uno solo, una extraña fiebre que su mujer debe superar para que regrese a casa por la mañana. "El artista no puede eludir un desafío tan emocionante", le dice el conde; sabe que no puede actuar de otra manera, que no puede fracasar. De lo contrario, sería un tramposo.
Giacomo queda atrapado en el desafío y decide acudir al baile de disfraces que organiza el conde vestido de mujer; se arregla como tal, completa el disfraz con una máscara, prepara la habitación para la llegada de Francesca, y en ese momento ella se presenta sin avisar, vestida de hombre y también con máscara. Hablan entonces las máscaras, y ella le declara su amor: "yo no soy la aventura (...) no soy la amante que sale al encuentro de su amado para pasar con él una noche. No soy la tonta ilusionada que espera a un hombre sin tener esperanza alguna, que espera a un fantasma, el fantasma de la felicidad. No soy la joven esposa que, al estar casada con un anciano, sueña con unos brazos más vigorosos, con el beso de unos labios más ardientes, y que sale en medio de la noche nevada a busar la ocasión y el consuelo. No soy la dama aburrida que no puede resistirse a tu fama y que se lanza a tu paso, ni la sentimental joven de provincias incapaz de resistir la presencia de su atractivo novio de antaño. No soy ni tonta ni lujuriosa (...) soy la vida misma, amor mío".
Le explica entonces cómo será su vida juntos, todos los sacrificios que ella hará por él: "yo habré de pasar mucho tiempo sola, seré una solitaria a los ojos del mundo, me abandonarás en muchas ocasiones, y yo no seré feliz en el sentido que buscan la mayoría de personas, que anhelan trinos y besuqueos. Pero mi vida tendrá sentido, tendrá un contenido, un contenido quiza pesado y penoso. Lo sé todo, Giacomo, porque te amo. Soy fuerte como un luchador, porque te amo. Seré sabia como el papa, porque te amo. Me perfeccionaré en la escritura y aprenderé a jugar las cartas; ya estoy aprendiendo a marcar el rey y el loco de manera que nadie se dé cuenta (...) Estaré tan guapa, Giacomo, que cuando tengamos dinero y me compres joyas, vestidos de seda y terciopelo y me lleves a la ópera de Londres al palco que hayas alquilado para mí, todo el público se fijará en mí, sin preocuparse más del espectáculo; tú estarás a mi lado, contemplaremos a la multitud con frialdad e indiferencia, yo no repararé en nadie y todos sabrán que la más bella de las mujeres es la tuya y que sólo te pertenece a ti. Eso te gustará porque eres vanidoso, vanidoso de una manera inhumana".
El sacrificio va más allá: "Puedes hacer conmigo lo que quieras, Giacomo. Puedes venderme al primo Luís para su harén de Versalles, puedes incluso vendreme en porciones, pero tú sabrás que, cuando algún hombre desconocido se funda en mis brazos, yo seguiré siendo exclusivamente tuya. Podrás prohibirme que mire a otros hombres, podrás deformar mi rostro y mi cuerpo, ¡por supuesto que sí!... Podrás cortarme el cabello, podrás marcar mis senos con el atizador ardiente, podrás infectar mi cuerpo con cualquier enfermedad, y podrás comprobar, sin embargo, que yo seguiré estando guapa para ti, porque encontraré las medicinas, prepararé los brebajes, conseguiré que se me mude la piel y me crezca el cabello, por si quieres volver a amarme, por si deseas que yo te vuelva a gustar".
Giacomo contestará que todo lo que ella ofrece es poco; ella constata que es poco, pero tiene más para ofrecer, "porque eres infeliz y yo no puedo soportar tu infelicidad; por eso quiero nombrar lo que tú deseas (...) Por eso seré fuerte, inteligente, pudorosa y desvergonzada, paciente y solitaria, desenfrenada y atenta, porque te amo. Tendré que enterarme de por qué huyes de los sentimientos y de la felicidad". Y le dice que no se apresure en quitarse la máscara puesto que debajo de ella encontrará otra, de carne y hueso, tan real como la anterior.
Situados ella en posición fálica, y Giacomo como mujer objeto de deseo, él se angustia; responde que es demasiado todo lo que ella le ofrece, y la mujer se marcha, segura de ser la mujer de su vida y de que lo condena a la infelicidad. Él, al quedarse solo, se quita el disfraz de mujer y la máscara, retira cuidadosamente el maquillaje de su rostro y llama a la criada para partir juntos. Antes, le escribe una respuesta al conde mediante su criado, solicitándole que "le diga a la condesa de Parma que le ruego a Dios y a todos los poderes del cielo y el infierno que nos guarden, a ella y a mí, ahora y en el futuro, de encontrarnos (...) le pido que diga a esa mujer, a quien no volveré a dirigir la palabra, ni escribiré nunca jamás, que haga todo lo posible e imposible por evitarme, como si yo fuera la peste o el diluvio". Le aclara que todo lo que había entre ellos de pasión y emoción se ha diluido en ese encuentro, y que ahora será él quien cargará con todo lo que en ese amor fue fiebre y ofensa, pues lo que lo ataba a Francesca es ahora más fuerte de lo que nunca fue. Confiesa que nada le habría resultado más fácil que raptar "a la Mujer que es para mí la Verdadera": "sé que la Mujer Verdadera y el Hombre Verdadero sólo sobreviven protegidos por el velo secreto y misterioso del deseo y del anhelo. Por eso no le he quitado su velo, por eso no he dejado que la luz de la realidad bañara su misterioso rostro".
Y le pide al conde un último favor: que en su lecho de muerte le diga a ella unas palabras que serán a la vez la despedida de aquél y su mensaje silenciado (se trata de una frase que él ha recitado muchas veces, pero que sólo esta vez resultará cierta): "Sólo a ti para siempre".
En el seminario sobre La Angustia, Lacan explica que Don Juan sería el objeto absoluto, aquél que estaría siempre en el lugar de otro. Y que no es un personaje angustiante para la mujer porque ella no es nunca el verdadero objeto de su deseo -de lo cual ella huiría-. Se trata de un fantasma femenino porque responde al anhelo de la mujer de una imagen que desempeña su función: que haya un hombre que lo tenga siempre, que no pueda perderlo; y a Don Juan ninguna mujer puede arrebatárselo. El interés femenino por él responde a un deseo transitorio, no total.
Si Don Juan es el negativo de menos phi, el hombre al que no le falta nada, Giacomo asume, personifica esa postura. Se trata de una impostura radical, nos recuerda Lacan, pues niega la incidencia de menos phi y se presenta como instrumento eterno del goce del Otro. Por eso entendemos que Giacomo huya de Francesca; podemos pensar que huye precisamente porque entiende que sólo ante ella se jugaría el menos phi; que sólo ante ella el amor podría imponerse al deseo, y que sólo ante ella aparecería la angustia ligada a la posibilidad de no poder. No volver a encontrarse nunca más con esa mujer es la única posibilidad de no jugarse el tipo, por así decir; para sostener el lugar de Verdadero hombre que le dan las mujeres tiene que apartarse de la mujer a quien podría amar, frente a la cual se encontraría castrado. Él funciona cuando se presenta una mujer, pero la posición de Francesca es la de La Mujer: su propósito es nombrar lo que él desea.
Él mismo cuenta que cumple una función -función que no ha elegido sino que le ha sido asignada por las mujeres-; que él nunca las eligió, sino que fueron ellas quienes acudieron a él. La sirvienta se preguntaba sorpendida, antes de hablar con él cara a cara, qué es lo que sabría hacer; le basta un momento a solas con el hombre para percatarse. Giacomo conoce su poder y huye precisamente de la posibilidad de perderlo; sólo a veces piensa con melancolía que estaría bien encontrar una mujer a quien amar, pero cuando se presenta la posibilidad real, y con ella, la angustia en el trasfondo, no renunciará. Dejará del lado de ella el amor y se llevará su objeto, el síntoma que lo sostiene.
Sándor Márai, "La amante de Bolzano". Ediciones Salamandra, 2005.
Sándor Márai, "La amante de Bolzano"
NODVS XXVI, novembre de 2008