San Agustín
Referencia al texto de San Agustín Confesiones, libro VII, cap.XII, presentada en el S.C.F. de Barcelona el 20.4.2002
bien, San Agustín, Dios, ser, origen del mal
Aurelio Agustín, conocido en la historia de la filosofía, la teología y la literatura occidental como San Agustín, nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste, un pequeño poblado a unos 200 km. de Cartago en lo que hoy es Túnez, y murió en el año 430, veinte años después de la caída del imperio romano. Su producción escrita es ingente: obras filosóficas, pedagógicas, morales y exegéticas. Entre ellas destacan las Confesiones, un texto clave para entender la tradición filosófica occidental. San Agustín, el primero de los padres de la iglesia, desarrolla toda su doctrina fundamentalmente después de su conversión al cristianismo en el año 386. A partir de entonces dedica los treinta y cuatro años restantes de su vida a combatir ideas que consideraba heréticas, como el maniqueísmo, y a organizar la iglesia africana.
San Agustín escribió las Confesiones entre el año 397 y el 400, es decir, once años después de su conversión, cuando debía tener alrededor de unos 44 años y ya había sido consagrado obispo. Este texto se puede leer como un ejercicio de reconstrucción de la vida y del pensamiento de su autor. La obra está dividida en 13 libros, de los cuales los 9 primeros están considerados la parte más importante. En ellos San Agustín narra la historia de su vida hasta la muerte de su madre, Mónica, que fue decisiva en su conversión al cristianismo. Es una descripción de su trayectoria subjetiva desde las doctrinas maniqueas hasta el cristianismo. Los últimos cuatro libros interrumpen la narrativa y constituyen, a través de una exégesis del libro primero del Génesis, una reflexión filosófica y teológica sobre el tiempo, la creación, la eternidad y la esencia del alma.
La referencia que presento hoy es un fragmento del capítulo XII del libro 7. Este libro desarrolla una reflexión teológica sobre el origen del Mal.
San Agustín parte de una paradoja, a saber, como es posible que el Mal exista si Dios omnipotente, “Bien supremo y óptimo”, es el creador de todas las cosas. Esta pregunta se propone poder resolver la paradoja que se encuentra en el seno de la doctrina cristiana puesto que si la creación es en su totalidad obra de Dios, “incorruptible, inviolable e inmutable”, si Dios, “no solamente bueno, sino la misma bondad” es el creador del hombre ¿de dónde viene el mal y el no querer el bien? Asimismo, prosigue el razonamiento del santo, ¿de dónde procede la corrupción que no puede alcanzar al Creador puesto que éste es incorruptible? En resumen, pues, sus preguntas son: 1) de dónde viene el Mal; y 2) cómo puede existir algo (el Mal en este caso) ajeno a Dios, ya que el Mal no puede corromper a la divinidad, puesto que si ello fuera posible ya no se trataría de Dios.
En un primer momento lógico San Agustín parte de la suposición de que el Mal es, como el Bien, una substancia. La pregunta es, entonces, sobre el origen de esa substancia. No puede estar en la materia de que Dios se valió para crear todas las cosas, puesto que si Dios es omnipotente, se hubiera percatado de esta deficiencia y le hubiera podido poner remedio. Tampoco lo corruptible puede ser el resultado de su mal hacer.
Finalmente, la lectura de un versículo del libro del Éxodo le da la llave para elaborar su respuesta: “Pero soy yo que soy el que soy” (Ex 3, 4). Esta “verdad” le permite distinguir entre Él (“soy el que soy”) y las demás cosas que “ni son absolutamente ni absolutamente no son” ya que “son” porque provienen de Él, pero “no son” porque no son Él. Es, en defintiva, una diferencia ontológica entre el Ser absoluto y el Ser contingente, lo que le proporciona una salida a su paradoja teológica. Y de ahí procede al “análisis exacto del mal”, el capítulo XII, cita a la cual recurre Lacan.
Pero, ¿cuál es el razonamiento que sigue San Agustín? En primer lugar, empieza afirmando que son buenas las cosas susceptibles de ser corruptibles. Es decir, si algo se corrompe, pierde algún bien, es porque anteriormente lo tuvo. Por otro lado, si algo es incorruptible se debe a --y he aquí la paradoja de la cual Lacan señala la ironía— 1) que es soberanamente bueno; o todo lo contrario, 2) a que es tan malo que ya no es ni corruptible.
Si corromperse es privarse de un bien, solamente aquello que tiene bien puede ser corrompido. Pero si algo es privado de todo bien, entonces deja de ser, porque ser es un bien. De manera que solamente “es”, existe, aquello que puede ser corrompido. Lo que está corrompido del todo no puede “ser” porque lo corrompido totalmente debe estar necesariamente privado de todo bien y por lo tanto de su ser. De manera que, concluye, las cosas “mientras son, son buenas”.
De ahí que el Mal no sea una substancia, porque si lo fuera entonces, siguiendo su razonamiento, tendría un “ser” y ya sería un bien, susceptible de ser corrompido, es decir privado de su bien. Y si fuera una sustancia incorruptible sería un Bien soberano, lo cual es una contradicción. Así, pues, concluye San Agustín, Dios solamente creó cosas buenas. El “ser” es bueno, por lo tanto el bien es una sustancia, pero el “mal” es ausencia de ser.
Agustín, pues, parte de una paradoja que cree resolver afirmando que el Mal es ausencia de ser y que solamente “es” aquello que es bueno, más aún, que solamente las cosas buenas pueden ser corruptibles. Lacan toma esta solución, de la cual no puede no notar su ironía, para señalar que se fundamenta en otra paradoja, que constituye, a su vez un nuevo punto de partida. La resolución de San Agustín sitúa a lo corruptible en el centro de la existencia, pero entonces una pregunta persiste: si se le resta a las cosas lo que tienen de bueno, “¿qué decir de lo que queda, que es todavía algo, otra cosa?”. ¿Qué es ese resto que queda después de sustraer el bien (el ser) y que no es reducible al no-ser? De eso, precisamente, nos habla en el seminario 7.
San Agustín
NODVS II, abril de 2002