Soledades
Texto de la conferencia presentada en el marco del Ateneo "Mujeres de papel" de la Escuela de Orientación Lacaniana de Buenos Aires, en noviembre de 2013.
La autora practica el psicoanálisis en Buenos Aires. Es miembro de la ACF- Belgique. Es Licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires; realizó un master en Psicología en la Universidad de Mons, y el master en Psicoanálisis de la Universidad de Paris VIII Vincennes-Saint Denis.
Aunque el viraje decisivo para Millot es el tránsito de la soledad estragante por la pérdida del objeto amado, a la soledad mística que lleva a un sentimiento de trascendencia... La soledad permanece, su signo muta. La autora del presente texto lo desgrana, poniendo el énfasis en la noción de angustia primero; y después en las de silencio, vacuidad y beatitud.
Escritura; soledad; Otro; angustia; amor.
"Decir que una mujer no es toda, es lo que el mito nos indica por ser ella la única cuyo goce sobrepasa al que surge del coito. Por eso mismo quiere ser reconocida como la única por la otra parte. (…) Así se la satisficiera en la exigencia del amor, el goce que se tiene de una mujer la divide convirtiendo su soledad en su pareja". (Lacan, 1984, El Atolondradicho, pág. 37)
Catherine Millot es una escritora contemporánea que tiene una particularidad: es una escritora que es además analista y que hizo un análisis con Lacan. En una entrevista realizada por estudiantes de la Universidad de Rennes 2[1], Catherine Millot se presenta diciendo que siempre fue una gran lectora y que las ganas de escribir las tuvo desde muy temprano. Cuando tenía alrededor de 17 años se decía a sí misma que quería devenir psicoanalista y escritora. Empezó estudiando filosofía, en esa época escribir le parecía un poco pretencioso. Hizo primero un largo análisis con Lacan y devino psicoanalista en el momento en el que estaba escribiendo su tesis cuyo título es: Freud anti pedagogo, en los años 80. Después escribió sobre la teoría psicoanalítica, sobre el transexualismo y la histeria. Hace 20 años publicó un libro que es una recopilación de artículos sobre Joyce, Proust y Flaubert. Se llama: La vocación del escritor. Millot sitúa ahí sus comienzos como escritora. Después de eso publicó un libro cada 5 años más o menos. Siempre sobre escritores, hasta Ô solitude que es su último libro del cual hablaré hoy. Catherine Millot explica que para ella escribir es un trabajo que se inscribe en la prolongación de su análisis. Dice que llegó a una situación en la que el análisis no podía llevarla más lejos y de alguna manera la escritura le sirvió de relevo. Se sirvió entonces de la escritura para continuar con una evolución, un desarrollo de otra naturaleza. El análisis la había dejado con un enigma, no había encontrado respuesta ahí; por eso siguió su camino por el lado de la escritura y los escritores. Lo que hace con los escritores consiste en servirse de ellos para abordar experiencias interiores que ha experimentado. De esta manera cuando la leemos se ve muy claramente que hay un hilo conductor en todos los libros que publicó en la editorial Gallimard: es el hilo de la experiencia interior. Publicó entonces 5 libros en Gallimard. El primero La vocación del escritor, en donde parte de la idea de que escribir surge de algo que necesita ser comunicado, y no solamente comunicado, sino también elaborado y hasta experimentado gracias a la escritura. Su segundo libro se llama Gide, Genet, Mishima: es un estudio sobre la perversión. En el tercero, Abismos ordinarios, pone las cartas sobre la mesa, sigue con el hilo de la escritura, de la literatura, sirviéndose de otros escritores pero esta vez de una manera autobiográfica. Explica en este libro lo que la condujo a las obras de Rosselini y de Tolstoi. Encontró ahí un fantasma que les era común: el fantasma de salvar al Otro y que relacionó con cosas personales. Dice además que este libro le sirvió para terminar su análisis, aunque ya hacía tiempo que no veía a su analista cuando lo escribió. Luego publicó otro libro en donde abordó la cuestión de las místicas, que son las que más se han dedicado a tratar la cuestión de la experiencia interior. Lleva como título: La vida perfecta. Allí trata sobre Madame Guyon, una mística del siglo XVII. Ethy, una joven judía holandesa que testimonia de cómo el estar en un campo de tránsito le permitió el acceso a una especie de serenidad. Finalmente, en este libro Millot hable de Simone Veil que es una filósofa apasionante. Y por último, su libro Ô soledad que es de alguna manera la continuación de Abismos ordinarios. En él vuelve a hablar de sí misma bajo la modalidad del testimonio.
Diré entonces para comenzar que Catherine Millot es una mujer que, me parece, se ha construido una existencia a través de la escritura. No sólo porque escribe y escribiendo, en el acto mismo de escribir, reproduce algo del estado del cual nos habla en sus libros sino además porque sus libros están tejidos con los hilos de la literatura, realizados con la vida y la obra de otros escritores. Una escritura que es muy clara, muy rica en referencias y que sigue como hilo conductor las diferentes experiencias interiores de los diversos escritores que trata.
Un doble movimiento: Pluralización y cambio de signo.
Como les decía hoy hablaré sobretodo del último libro de Catherine Millot que se llama Ô Solitude. En este libro la escritora continuando con el estilo autobiográfico que ya había utilizado en Abismos ordinarios y con el hilo conductor de la experiencia interior, se sirve de varios escritores para tratar el tema de la soledad. Empezaré entonces diciendo que en este libro encuentro una operación que es doble. Por un lado, Millot pluraliza la noción de la soledad presentando un abanico de soledades posibles. Por otro, testimonia acerca del cambio de signo que ha operado con la soledad. Muestra, demuestra, como allí donde había una soledad traumática para ella, una soledad ligada al amor y a la consecuente pérdida del amor que la dejaba en soledad, pudo transformarla en una soledad que tiene que ver con una experiencia muy particular, un estado en el que el pensamiento se calla, un estado de serenidad que ella compara a una experiencia mística. Es con su libro Gide, Genet, Mishima, que Millot encuentra estudiando la perversión, el cambio, la inversión que había experimentado entre los estados de desamparo, de angustia y los estados de serenidad en los que algo bascula, se da la vuelta, se invierte, de negativo a positivo.
Con respecto a la pluralización citaré en principio una frase muy famosa de Flaubert que Marguerite Yourcenar menciona en su libro Memorias de Adriano. Dice: “Los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en el que el hombre estuvo solo” [2]. Lacan también hace referencia a la soledad para hablar de algo que es fundamental, su relación con la causa analítica. Dice en su acto de fundación: “Fundo esta escuela solo, como siempre he estado en relación con la causa analítica”[3]. Como Mario Goldenberg explica en la introducción de su artículo 'Soledades': “el desamparo originario nos acompaña toda la vida. Va variando las formas que asume según las épocas y los sujetos. Desde el goce autista del consumo a la soledad del síntoma neurótico, del aislamiento que produce el terror del totalitarismo al retraimiento del lazo social que promueve el discurso capitalista, la soledad no es una sino múltiple. Sin embargo, la soledad -en sí misma- no es una salida nociva; está la soledad como punto productivo, como momento necesario para la invención. También está la soledad del analista, la soledad del acto, la soledad de la causa, que no es sin un lazo al Otro. Hay soledad y soledades, cada sujeto hará su arreglo”[4]. Catherine Millot nos lleva entonces de viaje por las tierras de las soledades posibles. Con una particularidad: se trata siempre de soledades articuladas de una u otra manera al acto de la escritura. Vayamos a ver, entonces, algunas de esas soledades que Millot presenta. Les hablaré a continuación de tres escritores que Millot aborda tratando de articular su manera singular de anudar la soledad con la escritura. Presentaré a Jean Genet, a Roland Barthes y a William Hudson para luego volver, en la última parte de este trabajo, a la noción de cambio de signo y a la soledad tal como Millot la entiende.
La soledad de Genet: Una soledad que tiene como partenaire lo real.
Generalmente asociamos la soledad a la unicidad, es decir que aquello que nos hace únicos es aquello que nos deja solos frente al resto de los mortales. Con Genet, escritor francés del siglo XX, al cual Millot hace referencia en su estudio sobre la perversión, encontré otra forma de concebir la soledad en relación con la unicidad. Millot pone así el énfasis en esto que Genet propone. Dice el escritor:
“Una vez evacuado el rasgo de diferencia que singulariza y distingue, queda al desnudo en el abandono de lo propio, un lugar de soledad y de vacío, ‘lugar muy secreto e irreductible quizá’ en donde se sitúa la falla de cada uno. En este atravesamiento del plano de la identificación, el rasgo deja lugar al corte, la grieta, la herida a la cual todo sujeto se reduce más allá de las máscaras y que ya no le distingue sino que lo separa, lo aísla, siendo al mismo tiempo aquello por lo cual es ‘exactamente’ equivalente a todo otro. Ahora bien, esto implica para el hombre perder, dejarse disolver en lo que, de alguna manera, lo singulariza banalmente, aquello que le da su opacidad”[5].
Genet llega a ésto luego de encontrarse en un momento de su vida con la obra de Rembrandt y leer un escrito de él que se llama la lección de anatomía. En este texto Rembrandt cuenta una experiencia que él tuvo una vez en un tren. Dice Rembrandt: “Cuando un día, en un vagón, mirando al pasajero que viajaba frente a mí tuve la revelación de que todo hombre vale lo mismo que otro, no lo sospechaba – o tal vez sí, porque de repente un halo de tristeza se apoderó de mí, y más o menos soportable pero sensible, no me dejó más”[6]. La mirada de aquel hombre y la de Rembrandt vinieron, por azar, a fundirse una en la otra y a disolver brutalmente el bloque de identidad con el cual cada uno se distingue de los otros: “Su mirada no era de otro: era la suya que reconocía en un vidrio, por inadvertencia y en la soledad del olvido de sí mismo”[7]. Lo que experimentó Rembrandt lo traduce de esta manera: “siento que me caía de mi cuerpo viendo a aquel pasajero, al mismo tiempo que el viajero se caía en el mío”[8] La mirada del viajero engendró “la dolora sensación de que cualquier hombre equivalía exactamente a otro”[9]. Esta fue la visión de Rembrandt en un tren. Esta revelación desesperante Genet la encuentra pacificada, sublimada, en la obra de su amigo Giacometti que Millot también cita: “La mirada de Giacometti ha visto eso desde hace tiempo, y nos la restituye, dice Genet, sintiendo que el parentesco manifestado por las figuras es el punto precioso en el cual el ser humano sería llevado a lo que tiene de más irreductible: el hecho de ser exactamente equivalente a todos los demás y la soledad que eso comporta”[10]. Millot cita a Giacometti para dar cuenta de su relación con lo real, de cómo un día para él los objetos dejan de tener sentido. Dice Giacometti: “Esta mañana al despertarme vi mi servilleta por primera vez, esta servilleta sin peso en una inmovilidad jamás percibida antes, y como en suspenso, en un aterrador silencio, no tenía nada en común con la silla del fondo, ni con la mesa, ya no había ninguna relación entre los objetos separados por un inconmensurable abismo de vacío, miraba mi habitación con terror, y un escalofrío atravesaba mi espalda”[11]. Volviendo más tarde sobre este instante Giacometti dirá: “Fue un comienzo, hubo una transformación entonces de la visión de todo”[12]. Esta experiencia de lo real de la cual dan cuenta Genet, Rembrandt y Giacometti dice Millot está en relación con sus trabajos de artista. Esta soledad a la cual lo real los confronta se ve reflejada en los tres casos en sus obras. Un momento en que lo real aparece como algo que tiene que ver con el fuera de sentido. Las cosas del mundo comienzan a habitar la realidad. Este en un momento que puede ser vivido como un éxtasis, con felicidad, o con horror. La escritura y el arte permitirían a estos creadores alcanzar algo de lo real que los acercaría a la soledad más radical que sería el hecho de ser equivalente a cualquier otro hombre.
La soledad de Roland Barthes: Una soledad que tiene como partenaire a los otros.
Entre los contemporáneos, dice Millot, uno de los que mejor ha hablado de la soledad, de sus múltiples facetas, claras y oscuras, de la soledad odiada, de la soledad con la que nos la arreglamos, de la soledad que sentimos, es Roland Barthes. Barthes es un semiólogo francés del siglo XX contemporáneo a Lacan. Millot hace referencia en Ô solitude al Barthes de los últimos años, sus últimos cursos en el colegio de Francia y sobre todo a su anteúltimo curso que se llama ¿Cómo vivir juntos? Millot dice que lamenta no haber podido ir a sus cursos. Explica que estaba totalmente tomada por los seminarios de Lacan y agrega: “La suerte de encontrar un maestro se paga renunciando a otros intereses”[13].
Barthes entonces pasa un año en su curso ¿Cómo vivir juntos? examinando las diferentes formas posibles concebidas históricamente para la vida en comunidad. Este curso, dice Millot, trata sobre los arreglos que se hacen con la soledad, por un lado, del equilibrio que se puede encontrar entre el deseo de estar retirado de lo social, el deseo de retraimiento, y por el otro, del mantenimiento de los lazos con los demás. Barthes aborda la vida en las comunidades idiorítmicas como la de los monjes del monte Athos en Asia. A cada miembro de este pequeño grupo conformado por alrededor de diez personas se le permite llevar su propio ritmo y la comunidad se junta sólo en raras ocasiones. Más antiguamente los anacoretas, que imaginamos adeptos a la soledad más rigurosa, no carecían sin embargo de vida social. Entre ellos, los Nitriotas, que formaban una vasta colonia en las montañas del sur de Alejandría, se reunían una vez por semana. Desde hace tiempo, explica Barthes, conocemos las virtudes de la vida solitaria para la vida espiritual, así como su nocividad, si es demasiado absoluta. Es entonces la acedia, una de las formas de la melancolía, la que amenaza a aquel que se retira del mundo completamente.
Por otro lado dice Barthes, la soledad es necesaria para poder pensar libremente. Con la soledad se busca el verdadero silencio, aquel que aparece cuando el lenguaje se calla. En Roland Barthes por Roland Barthes, uno de sus libros, ya comparaba al lenguaje con una de las partes cansadas del cuerpo humano. Y más adelante agregaba, el lenguaje interior es el peor enemigo. Los discursos que nos hacemos a nosotros mismos se alimentan de un movimiento incesante de autoacusación, de un eterno sentimiento de falta.
Así, Barthes emplea un año de su curso para estudiar las diferentes formas posibles de combinar soledad y vida social. El había encontrado una manera de vivir que le convenía. Por un lado, la vida con su madre, una compañía que aun cuando estaba presente nunca le hacía ninguna demanda ni ninguna observación. Por otro, luego de un día de trabajo, de soledad, de escritura y de estudio, a veces tenía un poco de vida social. Un lazo social que le permitía conservar la soledad como un bien precioso. Pero además se puede pensar que Barthes no tenía como partenaires sólo a los otros, en sus encuentros sociales, a su madre en la vida cotidiana, sino también a los libros, a los escritores y a la escritura. La literatura es para Barthes una compañera de vida, compañera que está presente en su soledad. En su curso ¿Cómo vivir juntos? Barthes tiene una manera muy linda de describir la literatura. La voy a compartir con ustedes. Dice entonces: “este engaño, esta trampa saludable, que permite escuchar a la lengua por fuera del poder en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, yo la llamo literatura. Para mí efectivamente la literatura no es un cuerpo o una serie de obras ni tampoco un área de comercio o de enseñanza sino el conjunto complejo de las trazas de una práctica, la práctica de la escritura. Apunto en ella esencialmente al texto, es decir al tejido de significantes que constituye la obra ya que el texto es el aflorar propio de la lengua y es en el interior de la lengua donde la lengua debe desplegarse. No por su mensaje, del cual es el instrumento, sino por el juego de palabras al que pertenece el teatro. Puedo decir entonces indistintamente, literatura, escritura o texto”[14]. Luego dice: “La ciencia es grosera, la vida es sutil, y es para corregir esta distancia que la literatura nos importa”[15]. Al fin agrega: “Según la ciencia el saber es un enunciado, según la literatura es una enunciación. La literatura apunta a lo real del lenguaje. La escritura hace del saber una fiesta. Sugiere que se encuentra allí donde las palabras tienen sabor. Saber y sabor, explica Barthes, tienen la misma raíz etimológica en latín”[16].
Así, Barthes hace de la soledad un recurso para su escritura, escritura que es su compañera de vida. Vida que comparte cotidianamente por un lado, con su madre hasta que ella muere, y por el otro, con sus amigos mediante salidas, charlas, conversaciones que le permiten alternar su vida de trabajo y de soledad con lo social.
La soledad de Hudson: Una soledad que tiene como partenaire a lo inmenso y lo vasto de la naturaleza.
William Henry Hudson es un famoso naturalista y ornitólogo argentino de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, que ilustra la similitud de la vida interior con el afuera. “Leer y escribir son equivocadamente asociados al hecho de meterse para dentro, dice Millot, cuando en realidad leer y escribir serían paradojal y misteriosamente, una manera de reencontrar el afuera primero”[17].
La elección de la soledad ha tomado siempre dos caras, explica Millot. La de la celda o la del desierto. El encierro en un pequeño espacio cerrado en el interior del espacio común, del cual éste protege, o el vagabundeo en los grandes espacios inhabitados: desiertos, bosques, grandes llanuras, océanos, montañas. Sin duda existe una secreta equivalencia entre el encierro y la apertura ilimitada. Esto es lo que Millot desea investigar con la lectura de Hudson.
William Hudson vivió mucho tiempo en la Pampa antes de descubrir el desierto de la Patagonia. Ahí hizo la experiencia de lo que Barthes tanto anhelaba: el silencio interior que nace cuando se pone a descansar a la máquina del lenguaje. Tal vez esto es la realización de la soledad a través del espacio inmenso que nos atraviesa. La soledad encuentra así lo vasto.
Es en la escritura del abate Brémond, que consagra su obra a las místicas, que encontré, dice Millot, a Hudson. El abate Brémond lo cita mucho al final de su famoso libro: Historia literaria del sentimiento religioso en Francia. La experiencia descrita por Hudson en Días de ocio en la Patagonia, profana como es, y hasta atea, pertenece con evidencia, para Brémond, al estado mental particular que se llama tradicionalmente “quietud”. Por quietud se entiende la cesación de todo discurso interior. Otro régimen mental aparece entonces que se traduce por el consentimiento a dejarse invadir por la alteridad que Brémond llama a veces lo real. Lo real aquí se confunde con el Otro, ya sea Dios o el ser amado, y el amor es el nombre de esta invasión a la cual consentimos.
La existencia de “quietudes profanas” como la de Hudson no sorprende a Brémond que considera como universal lo que él llama “un mecanismo contemplativo” que remontaría a la primera infancia. Pero pasada la primera infancia en la cual la contemplación es como natural, el mecanismo en cuestión tiene tendencia a oxidarse, dice Brémond, aunque subsista a veces en algunas personas y que se manifieste en ciertas circunstancias a veces fortuitas. Esto, explica Millot, le parece venir de la mano de la idea de una soledad infantil que ella imagina habitada completamente por el silencio. Luego, la palabra se volvería interior con la distinción de un adentro y un afuera y la puesta en forma del yo haría que cesara esta soledad primera, esta soledad que no se comparte. La primera infancia sería para Brémond un tiempo efímero en el que podría imaginarse la existencia de un sujeto sin un yo, atravesado por lo infinito. Esta soledad no estaría conformada por un narcisismo ilimitado, un yo inflado de acuerdo a las dimensiones del mundo, sino que se confundiría, al contrario, con una alteridad que reinaría sin compartir, en lo mejor y lo peor, en el éxtasis y en la angustia. Hudson en sus caminatas por la Patagonia, en el desierto absoluto, en un suelo infinitamente inhabitado, volvería a sentir esta soledad de la infancia en la que el yo se disuelve y el sujeto se funde en lo que está contemplando.
Millot cita a Hudson más adelante en su libro diciendo: “En este amor por esa gris soledad no es por nada que entraba el oscuro alivio de estar lejos de todo, por fuera de la mirada y del oído humano, y poder desaparecer sin que nadie lo sepa”[18].
El cambio de signo: de la soledad traumática a la soledad oceánica.
Como les decía al principio de esta charla, me dedicaré ahora a lo que es el hilo conductor del libro de Millot, que consiste en esto que ella llama en la entrevista de la que les hablé antes, el cambio de signo de la soledad. Es interesante subrayar que Millot hace todo un esfuerzo para demostrar como para ella allí donde había una soledad traumática que tenía que ver con el amor y la pérdida del ser amado, pudo instalarse una soledad que queda del lado de la mística en la que el lenguaje se calla y ella siente las delicias del sentimiento oceánico. Lo que me parece muy interesante y sutil es que Millot no habla de una soledad que desaparece. No se trata de eso. La soledad como fenómeno queda, permanece, lo que cambia es su signo. Es decir, allí donde ella sufría de eso, ahora puede satisfacerse, encontrar ahí una experiencia que le da satisfacción. Es por eso que como les decía al comienzo, este libro se inscribe en la continuación de Abismos ordinarios que es también un libro autobiográfico y que es nada más y nada menos que el libro con el que Millot dice haber finalizado su análisis.
Les hablaré entonces a continuación de la soledad traumática que podría incluirse en la lista de soledades posibles, en el abanico de soledades que Millot despliega en su libro.
La soledad traumática: Una soledad que tiene como partenaire al amor traumático.
La soledad traumática es lo que Millot llama la cara oscura de la soledad. Comienza su libro haciendo referencia a Proust y su obra En busca del tiempo perdido. Explica que este libro ha sido siempre para ella la expresión del amor indisociable del desamparo y de la angustia. Proust hace aparecer esta angustia en el lugar en el que el suelo desaparece cuando el amor se va. Un retraso, un llamado telefónico sin respuesta, y el otro casi indiferente cuando pensábamos contar con su presencia, se vuelve el objeto de una necesidad irreprimible, porque sólo él tiene el poder de calmar la angustia que provocó. El otro se transforma, entonces, alternadamente, en el remedio y la enfermedad. La alternancia de la presencia y de la ausencia, puede sumirnos en la nada o hacernos volver a la vida. El amor en este caso se parece a un régimen totalitario que nos tiene a su merced, bajo la amenaza permanente de un abandono mortal. Nos priva de la soledad más legítima, la que se confunde con pensar en otra cosa que en él, o la de ir y venir, salir, viajar, todo a lo que renunciamos, porque significarían una separación, aunque sea momentánea. Este amor produce la dependencia, la alienación y el dolor salvo cuando se extingue. Es el “amor cataclismo”, el “amor traumatismo”. Millot explica que ella leyó por primera vez En búsqueda del tiempo perdido justo antes de conocer a su primer amor. Esta lectura fue como premonitoria, casi como un programa de lo que sería su vida amorosa, de sus tormentos y sus impases. Sin duda él había contribuido a que se haga a la idea de que el amor, entendido así, es una enfermedad. A tal punto que Millot dice luego en su libro que ella tal vez nunca se habría enamorado si no hubiera leído En búsqueda del tiempo perdido. En realidad, se había enamorado del amor desgraciado de Swann por Odette. Se había enamorado de la fatalidad que implica enamorarse de aquel que no nos ama.
Entonces Millot nos cuenta un recuerdo de su análisis con Lacan diciendo: “Al principio de mi análisis cuando yo estaba describiéndole mis síntomas neuróticos más pesados, los que me habían llevado a su diván, Lacan me interrumpió para decirme, con una buena sonrisa que lo que le estaba contando, eso que había conocido, era el amor. No es divertido, agregó Lacan. En el amor, había dicho un día, no somos el sujeto, somos comúnmente, normalmente, su víctima”[19].
Cristian se llamaba su primer amor. Lo había conocido un verano. Con él conoció una angustia petrificante: emplomada perdió todo su natural, toda liviandad, toda espontaneidad. Se volvió muda. Una mirada hacia otra chica y ella, Millot, se deshacía. Una verdadera ruina. Una maquinaria infernal. Iban seguido al cine pero el encuentro de los cuerpos no calmaba su angustia, el mutismo la invadía cada vez más. No podía impedir sentir la inminencia de una catástrofe. Todo le parecía perdido de ante mano, algo terrible iba a llegar tarde o temprano. Y el día llegó evidentemente. Una tarde la dejó y desapareció en la boca del subte de Trocadero. Desapareció de una vez y para siempre. Y ella se quedó al costado del subte, en el borde de un abismo que se abrió ahí mismo bajo el golpe de un seísmo, y que nunca más volvió a cerrarse del todo. Siempre listo para volver a abrirse, para descubrir de nuevo esa abertura. El suelo que le faltó ese día, nunca más lo volvería a tener con la inocente seguridad de antes. La confianza que tenía en ese suelo, en esa base, debería a partir de ese momento inventársela o aprender a hacer con ese abismo, acomodarse, vivir con él. Un borde de angustia se formó allí, que ella intentó domesticar toda su vida. Y por último agrega, que cuando tiene el coraje, y puede tener el coraje cuando escribe, trata de quedarse lo más cerca posible de ese borde, lo más cerca posible del vacío. Millot llama entonces soledad traumática a ese borde de angustia bajo el vacío que el primer amor le hizo encontrar.
De esta soledad borde de angustia, Millot logra pasar, gracias al análisis en un comienzo y a la escritura después, a otra soledad que ella describe como un sentimiento oceánico. Vayamos ahora a ver de qué se trata.
La soledad oceánica: Una soledad que tiene como partenaire al Otro.
Abismos ordinarios, el libro que constituye el antecedente de Ô solitude, comienza hablando de experiencias en las que la autora experimentó lo que ella llamará más tarde la soledad oceánica. Cito a Millot, primera página: “He aquí mi vida más secreta. La primera vez tenía 6 años, cuando llegué a Budapest, la gran ciudad sobre las colinas en la que viviría tres años. En la escalera desconocida, de repente, el mundo se vacía. En un instante, se transformó en un desierto. Ya no había ni antes ni después, ni mis padres, nadie. Durante algunos segundos, estuve sola absolutamente. Y es demasiado decir YO, o tal vez habría que precisar que se trataba de un YO sin cualidad, puntual, una pura mancha de existencia desnuda en la escalera vacía sin nada alrededor. Eso no se olvida.
La segunda vez fue en circunstancias parecidas, seis años más tarde en Helsinki. Había pasado el verano en ese nuevo país en el que se hablaba un idioma completamente extranjero para mí y en donde el sol no se ponía, y me encontré sola en el medio de los cartones en una habitación de un departamento amueblado en el centro, que había servido de residencia provisoria hasta encontrar un lugar donde mudarnos. Y en esa ocasión también el vacío se instaló de repente y aun más el infinito de un espacio sideral se abrió para mí. Una escisión brutal me arrancó de mi misma y me aspiró a años luz de allí, dejando un yo que ya no era nada para mí, en esta habitación extranjera, me reduje a gran velocidad a un punto irrisorio, mientras que YO, sin ninguna identidad, fui llevada vertiginosamente – raptada más que arrebatada – a alturas cósmicas. En el horror volví a agarrarme a mi nombre propio, lo que tuvo como efecto volver a traerme a la realidad común.
En mi vida adulta, misteriosamente en los días que siguieron a un accidente de tránsito en el que casi pierdo la vida, todas mis angustias desaparecieron, una libertad desconocida me invadió, como si hubiera pagado una deuda de vida. Un gran vacío se instaló. Después el vacío se extendió, agrandando al mundo y abriéndolo por todos sus costados. Era un vacío casi material, intersticial, separador. Reinaba en el intervalo entre las cosas como un cristal en el que cada una brillaba en su aislamiento. Ya que era un vacío magnificador. Hacía nacer otro espacio y otro tiempo de inmovilidad vibradora, en el que se cesaba de estar adelantado con respecto a sí mismo, siempre un poco en otro lado. Todo está allí simplemente, nada hace falta, ahí donde la nada se transforma en evidencia, y la presencia se vuelve más aguda sobre un fondo de ausencia tal que más allá se encuentra disipada. El mundo está como iluminado de una luz más intensa”[20].
Estas experiencias que Millot describe ya en Abismos ordinarios son las que vemos nacer también en Ô solitude en donde la autora se esfuerza por mostrar el pasaje de la soledad traumática de la cual les hablaba en el punto anterior a una soledad feliz, oceánica, que se asemeja a una experiencia mística.
Pero es importante precisar que esta soledad se consigue para Millot con la escritura. Es decir, la manera que tiene Millot de reproducir estas experiencias que acabo de describirles es mediante el acto de la escritura. En la parte en donde habla de Barthes, Millot articula claramente este tipo de soledad feliz, como ella la llama, y el acto de escribir, la obra. Dice: “Barthes siente a veces pesar sobre él con horror el ‘ala negra del no escribir’”[21]. Sin amor y sin obra, no se trata acaso de un abismo pascaliano que se abre: el hombre siente, dice Pascal, ‘su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío’. ¿Este fondo puede acaso ser superado? Dicho de otro modo, ¿la soledad feliz, se pregunta Millot, es posible sin obra? “Como sea, agrega, la obra requiere soledad”[22].
Numerosos son los pasajes en los que la escritora hace referencia al acto de escribir en este libro, mostrando claramente como la soledad oceánica no puede alcanzarse en su caso sin la escritura.
Dice al comienzo de su libro, en la primera hoja: “Escribir, se trata siempre de reanudar una relación con el fondo, con el gran silencio original. Las frases que ya se han escrito en mi cabeza hacen silencio, y nacen del silencio que se hace”[23]. Luego agrega: “Escribir en esta ocasión, en este libro, sería para decir la alegría de vivir sola, la preciosa libertad conquistada, la mente desnuda y neta, que en la vacuidad serena, se abre a la simple presencia de las cosas. Vivía, verdaderamente, sin preocupaciones, con el júbilo de haber devenido casi transparente, como si la consistencia mental, el espesor psíquico estuviera hecho de dolor, de tormentos, al menos de preocupaciones”[24].
Más adelante en su libro dice: “Escribir para mí quiere decir elegir a uno de mis compañeros de predilección, de alguna manera como uno se decide a comprometerse en una relación que durará meses, y hasta años, hasta que su fruto llegue a término”[25]. Luego explica: “Escribir es agregar activamente a lo que es bello para apropiárselo de la mejor manera”[26].
Después dice: “Escribir se da siempre un poco al borde del no escribir, en la frontera del no-actuar (non-agir), del wu-wei taoísta que fascinaba a Barthes”[27]. Y luego agrega: “Escribir alcanzaría por otros medios la ascesis del no hacer nada radical teniendo como objetivo común con él el lograr una relación diferente con lo real. De esta manera, escribir puede ser la expresión del deseo muy vivaz de una vida más real”[28]. En Abismos ordinarios dice con respecto a la escritura: “Escribir era esforzarme por mantenerme en las inmediaciones de los abismos, lo más cerca posible de esta falla, de este punto de torbellino en donde el fantasma se origina, y en donde yo trataba de tomar la báscula que lleva del desamparo al goce, este "vacío beatífico" en el que me quedaba irremediablemente nostálgica. La página en blanco era el marco en el que se volvían a jugar la pérdida y la salvación, la condena y la gracia, y tal vez un nuevo nacimiento"[29].
Por último diré que al final de su libro Abismos ordinarios, Millot pone en relación no sólo la soledad y la escritura sino también el psicoanálisis. Dice “el psicoanálisis es una empresa de limpieza, una puesta a seco del sentido. El deshace el nudo incestuoso de amor y de odio que la ignorancia protege. El ombligo del sentido se encuentra en esta pasión incestuosa, y en el imperio increíble que ejerce sobre nuestras vidas, que no dimensionamos, salvo si somos analistas. El vacío nace del agotamiento del sentido, desprovisto tanto de los tormentos del abandono como de la euforia de la redención. Ni lo mismo, ni otro que el gran vacío soberano de la muerte…, es un vacío sin énfasis, un vacío tranquilo, sin angustia ni éxtasis, en donde me encuentro tal vez con el deseo antiguo de establecerme un día en una nada libre”[30].
Soledades
NODVS XLII, abril de 2014