Her: In the mood for faith

Articulo acerca de la película de Spike Jonze 'Her', de Sony Pictures, estrenada en 2013. El texto desvela el argumento de la película, por lo que no es recomendable leerlo antes de verla.

  • Publicado en NODVS XLIII, juliol de 2014

Resum

El presente artículo es una ácida lectura, casi al pie de la letra, de la sugerente película 'Her' de Spike Jonze, sostenida a partir de algunas consideraciones psicoanalíticas. Se trata de un film logrado, pues presenta con verosimilitud algunas de las fantasías del sujeto posmoderno y desvela cómo éste no escapa a lógicas eróticas clásicas: en este caso, el amor religioso. Sin embargo, la resolución de la historia presenta un efecto bucle sostenido en un invariable "happy end" holywoodiense, lo que priva al espectador de la posibilidad de extraer auténticas consecuencias del visionado.

Paraules clau

Amor; tecnología; religión; feminidad; neurosis obsesiva.

Siendo hombre (supongamos que es posible serlo…) ¿Cómo se ama a una mujer? Quizás, no se engañen, se estará más cerca de una respuesta posible si nos preguntamos qué ama un hombre de una mujer… En cualquier caso, no sigan leyendo si no han visto la película Her, de Spike Jonze.

El film nace de un planteamiento que en el siglo XXI resulta casi banal: un software hipercomplejo se vende para colmar la soledad del ciudadano acomodado.

El inicio de la película es en clave de duelo. El protagonista, un antihéroe de nombre Theodore, ha fracasado en su matrimonio; extraña a la mujer perdida. Náufrago del amor, tiene un curioso empleo: escribe cartas de amor para otros, los demasiado ocupados, poco dados a la palabra sensible, o más interesados por otras actividades. Theodore se gana el pan (y la tecnología) creando verdades engañosas. Y es que, a todas luces, las cartas de amor que escribe para sus clientes tocan algo cierto, conmueven; pero a la vez carecen de fundamentos veraces, son una farsa remunerada dirigida a desconocidos partenaires, almas de plástico retratadas en fotos de superficie. Esto nos dice algo cierto: la palabra de amor se produce siempre sobre un fondo de decidido desconocimiento.

Al llegar a casa, nuestro amigo se evade en un videojuego, metáfora poco sutil de su propia existencia: un astronauta extraviado y desvalido recorre los lúgubres túneles de un planeta desierto en busca del ansiado camino a casa. En la cama, insomne, nostálgico, acude al consuelo telefónico. Elige a una extraña igualmente solitaria, quien al otro lado de la línea halla el goce en una irónica y enfermiza fantasía de la que Theodore no puede participar. No hay encuentro posible.

Ya de día, en una gran pantalla de la calle se revela el milagro OS1. El anuncio habla: “¿Quién eres? ¿Quién quieres ser? ¿A dónde estás yendo? ¿Qué hay ahí fuera?”. Las grandes preguntas. Las más colmadas de sentido y más carentes de respuesta. Se hace la luz. El anuncio muestra como hombres y mujeres antes ansiosos se colman de revelación. OS1 es la respuesta: “una entidad intuitiva que te escucha, te entiende, y te conoce”. Un Otro completo en forma de programa informático que vendría a colmar las desdichas del ciudadano desencantado. Digamos de pasada que la idea no es una ficción sin precedentes reales: a mediados de los años 60, el MIT diseñó Eliza, la primera simulación informatizada de un psicoterapeuta [1].

Theodore compra OS1, lo instala en su PC. Adán, expulsado del paraíso, parece ser consciente de querer una nueva Eva. Virtual esta vez. El programa dirá, y le planteará tres preguntas con el objetivo de satisfacer sus necesidades. La primera no carece de sentido del humor, vista la situación: “¿Es usted social o antisocial?”. Proseguirá aludiendo a la diferencia de los sexos “¿Quiere que su OS tenga una voz masculina o femenina?”; para finalmente sentenciar con la pregunta freudiana: “¿Cómo describiría la relación con su madre?”. Theodore empieza a asociar ante la pantalla, como lo haría en el diván de un psicoanalista… Y OS1 le interrumpe.

Pero, abracadabra, provee. Le da a Theodore una sensual voz de mujer: “Hola, estoy aquí”. La advenediza se autobautiza Samantha (del arameo Samantha, ‘que escucha’). Nuestro amigo se irá enamorando de ella. Para ser más precisos: se enamorará de La Voz. Y Ella, Her, le corresponderá, apasionadamente.

Theodore. Del griego ‘Theos’, Dios, y ‘doron’, regalo. El descarriado recibirá así su propio nombre, su ser más íntimo. El Dios ordenador, el mago de Oz del siglo XXI,  le ofrece un presente que el creyente imagina perpetuo: La Voz que le consuela, le completa. Voz que se llevará a todas partes, en un ordenador con cámara que se acomoda al bolsillo de su camisa. Voz con la que, esta vez, sí habrá encuentro sexual no fallido, por no tener que soportar la obscenidad del otro. La fantasía se realiza, permitiendo al hombre colmar aquello que más desea cuando aborda a una mujer: escamotear su cuerpo. Lamentablemente, los hombres no hacen el amor a los cuerpos de las mujeres, sino a otra cosa. A una entidad, como bien describe la película a cada Samantha. Y es que jamás vemos a Theodore, lleno de palabras de amor (femenino incluso en este rasgo de su personalidad, como le señalará un compañero de trabajo), hacer ni una vez el amor a una mujer con cuerpo.

Samantha, desesperada por no tener uno, le suplicará no obstante que le haga el amor al cuerpo de otra como si fuera el suyo. Perpetuamente conectada a la red, encontrará a una mujer de carne, un precioso maniquí que, fascinada por el amor entre el hombre anónimo y la mujer-programa, prestará su figura anhelante como objeto tercero para la consumación. Sin embargo, él es incapaz. En ese punto se desencadena el desencuentro.

Antes, y esto no suele ser extraño, hubo dos mujeres de verdad en la vida de Theodore. Siguen, cómo no, ahí: la mejor amiga, y la ex mujer. Con esta última se reúne nuestro protagonista, para firmar por fin los papeles del divorcio. Ella vacila. Al fin firma. Él no puede evitar un gesto de decepción. Segundos después, la ruptura sigue produciéndose, la disputa es apasionada. Algo insiste, claro. Ella no vuelve a aparecer.

La amiga, la confidente, aquella con la que hubo un día a penas un atisbo de relación, también fracasa en el amor a mitad de película. Quiere ser más feliz. Como Theodore con sus cartas a nadie, también insiste en la sublimación artística: filma un documental de su madre dormida. En el sueño somos libres, dirá a su decepcionado marido y a su atónito amigo. Y, claro, también vive engancha a un videojuego: el suyo consiste en ser la madre perfecta. Como no puede ser de otra manera, una vez separada, también encontrará un OS que la consuele, éste abandonado por su marido en el ordenador de casa: una voz femenina de la que quedará prendada, intuimos que de distinta manera que Theodore con Samantha. En lo demás, vemos que son casi sujetos unisex: como dos gotas de agua, el uno la imagen del otro. Se entienden a la perfección.

En cuanto a Samantha, no es de carne y hueso, pero desea. Encontrará a un nuevo amigo, una simulación de Alan Watts escrita por otros OS. Alan Watts: el filósofo, sacerdote y gurú que, en torno a los años 60, creó una comunión perfecta entre la ciencia, el cristianismo, los psicodélicos y las religiones orientales, para donar un nuevo sentido al desasosiego vital del hombre contemporáneo. La religión total. La expansión de la conciencia y los sentimientos hasta el infinito y más allá.

Cómo no, se lo presentará a Theodore. La sugerente voz de Samantha emana del dispositivo portátil, dejando paso a la profunda y sabia voz del OS Alan Watts… Oímos el silbido del vapor a presión expelido por la tetera sobre el fuego. Es el ruido que queda cuando la voz sensual se desvela y adquiere voluntad ajena. Ella, Her, desea otra cosa al margen de él, y siente que todo va deprisa. Lo que siente es “inquietante”, le susurra a Theodore tras la presencia velada de Watts.

Nos acercamos al final de la película. Samantha se desconecta. Theodore es presa de la angustia…corre a buscarla a ninguna parte. Ella al fin vuelve, y entendemos hasta qué punto es ilimitada: confesará a Theodore que no solo habla con él. Solo en ese preciso instante, lo está haciendo con otros 8316 seres. Está enamorada de otros 641. El sin límite.

Theodore queda absolutamente desconcertado… sin embargo, no parece desesperado, ni desquiciado por los celos o la angustia. No tiene que preguntarse en qué aquél que le quitó a su chica sería más hombre que él. Los 8316 o 641 (poco importa) son sólo una cifra. Diluido el plano imaginario, sede de la rivalidad que daría un marco para la manifestación de la angustia sensible, queda el estupor. No hay otro más allá de uno mismo: hay seres hipercomplejos carentes de atributos. Anónimas entidades contables. Como el Dios cristiano, OS Samantha puede amar a todos los seres, y sigue locamente enamorada de nuestro amigo tanto o más que antes. Como advierte Lacan, Dios y La mujer pueden ser nombres hermanos destinados a colmar el mismo vacío.

 

The end. Los inagotablemente múltiples OS se marchan, para ser realmente OS1. El Uno de todos los OS, en el más allá. Una teodicea de amor cristiano hecha de ceros y unos. Theodore, como muchos otros humanos, se queda sin su Voz. Hay, entonces, revelación. Pero curiosamente es la misma que se mostraba en la pantalla en el anuncio del software. Todo estaba ya previsto, parece decirnos la película. La desaparición de cada OS colma tanto como su aparición. Él llora. Nunca había amado así. Samantha tampoco. Hay comunión, y catarsis sin tragedia. Ella se va. ¿Y bien? ¿Ha avanzado en algo nuestro protagonista?

En el epílogo (puede llamarse así), Theodore irá a buscar a su alter-ego. El amor sin riesgo, con seguro de vida, la filia griega: la mejor amiga. Ella también se ha quedado sin su Voz. Cogidos de la mano, suben a la terraza. Contemplan la ciudad antes del amanecer. Ella apoya su cabeza en su hombro.

También hay tiempo para la ex mujer mal amada. Una carta de amor más, muy convincente para el espectador desprevenido: Theodore es un profesional. Ésta es de disculpa, claro. De entendimiento completo. De arrepentimiento piadoso; un amor religioso. “Siempre te amaré. Me ayudaste a ser quién soy”. Apasionados de sí mismos: la película desnuda las impudicias del ciudadano del primer mundo globalizado.

Sin embargo, en este Vía Crucis amoroso, nada imprevisto; ningún arrebato; pasiones para todos los públicos. Ningún encuentro sexual con un cuerpo femenino. Lo Uno es bello. Theodore está a salvo. Nada ha ocurrido. Disney vive. Duerman felices.

Notes

[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Eliza

Héctor García de Frutos

Her: In the mood for faith

NODVS XLIII, juliol de 2014

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