El divorcio definitivo entre el superyó y la moral en el siglo XXI
La autora es doctoranda en el Departamento de Psicoanálisis de Paris VIII Vincennes-Saint Denis, y practicante en el CPCT Paris.
La autora se propone elucidar el cambio de régimen que el siglo XXI pone de manifiesto respecto del superyó. Atrás quedó el tiempo en que la renuncia al goce daba su existencia al deseo inconsciente; hoy, vivimos en la época del derecho al goce, que se transmuta en una exigencia persistente del mismo. Una aproximación a Kant permitirá articular goce y razón, por la vía de la voz, que desemboca en una ética universal marcada por el afecto del dolor. El presente propone una moral bien distinta: los imperativos de felicidad y normalidad se imponen al sujeto, empujándole a una compulsión sostenida en el propio cuerpo, y dónde la distinción de cada uno se impone al universal. En este contexto, el psicoanálisis es una forma de respuesta que concierne a la ética, en la medida en que tiene incidencia en la regulación del goce.
Moral; superyó; norma; imperativo; derecho.
La caída de la vieja moral
Es un hecho consumado: aquella moral que apelaba a la renuncia pulsional, aquella que en el momento del nacimiento del psicoanálisis permitió localizar la causa de la neurosis en el deseo reprimido –especialmente el deseo sexual-, ha quedado en el pasado. En nuestros tiempos, sólo retorna bajo la forma casi irrisoria de ciertos discursos reaccionarios, mientras es utilizada por otros para localizar una impostura ante la cual rebelarse.
Aquel Otro que quiso imponer una norma al goce bajo la forma de la abstención, si existe todavía, no tiene el monopolio discursivo de antaño. La que antes se reivindicaba como “La moral”, hoy despierta la sospecha, considerándose mera “moralina”.
El “sentido común”, el “discurso ambiente” de nuestro tiempo se atiene a la opinión llamada “políticamente correcta”: el derecho de cada uno a gozar como le plazca y la sospecha sobre toda autoridad que intentara imponer una norma al goce. La figura de autoridad, cuyos estragos conoció la historia del siglo XX, ha sido minada en sus fundamentos.
Una ironía histórica hace que el discurso analítico, que escandalizó a la sociedad de otros tiempos por su puesta al descubierto sin prejuicios de cuestiones de orden sexual, es hoy acusado de sostener una supuesta voluntad “hetero-normativa”. A esta acusación se vieron obligados a responder, recientemente, algunos psicoanalistas en el debate en Francia sobre la ley del “matrimonio para todos” que legalizó el lazo entre personas del mismo sexo.
Si tal ironía se presenta, no es sin relación a la historia del movimiento psicoanalítico. Lacan, en su seminario sobre la ética del psicoanálisis, puso en evidencia que algunos de los sucesores de Freud intentaron saldar la cuestión de la moral por la vía de no hablar sobre ello. Y que justamente, este punto, hacía retorno bajo la forma de una serie de ideales que contaminaban la orientación de la cura, como la elevación ideal de la llamada “fase genital” que implicaría una supuesta evolución hacia una heterosexualidad monogámica, o la instauración de un “yo fuerte” por la vía de la identificación al analista.
La sospecha sobre los efectos del psicoanálisis en la regulación del goce, es, sin embargo, justificada. Es innegable que la experiencia psicoanalítica tiene efectos propiamente éticos.
A esto se debe el esfuerzo riguroso de Lacan de resituar la ética de la práctica psicoanalítica en el espíritu de la obra freudiana y de dar un paso más en su formalización. Esta ética depurada de todo ideal permite a los psicoanalistas, aún hoy, orientarse frente a una clínica que ha cambiado.
El superyó: del imperativo de gozar de la renuncia al imperativo de gozar por obligación.
El dispositivo analítico, espacio en el que, desde su creación misma, se invita a los analizantes a hablar sin censuras, puso en evidencia hasta qué punto la experiencia y el sufrimiento de la neurosis están ligados a la moral y a sus dilemas. Así, bajo diversas formas, la moral hace irrupción en la clínica psicoanalítica: el conflicto entre el deseo y el deber, el sentimiento de culpa, el autocastigo…
Sin embargo, no fue sino luego de algunos años de trabajo y de reflexión que a Freud se le impuso la necesidad de un concepto inédito para dar cuenta de un aspecto central de la experiencia moral humana. Es en 1923 que Freud propone su segunda tópica y establece formalmente la llamada instancia psíquica del superyó. El superyó, insaciable, se alimenta de la renuncia pulsional y exige al sujeto cada vez más renuncia. Freud también se sirve del sadismo y el masoquismo para dar cuenta de la relación entre el “superyó” y el “yo”. Explorará de este modo la vertiente pulsional del superyó, pero dirá también que es el superyó es un producto del fin del Complejo de Edipo.
Lacan, quién nunca dedicó específicamente un seminario al tema, abordará al superyó desde diferentes perspectivas a lo largo de su enseñanza: en un primer momento, como la marca de la implicación del sujeto en el orden simbólico, enunciado discordante ignorado en la ley; más adelante, como reproche dirigido al padre que reviene sobre el sujeto por la vía de la identificación con él; después, con la conceptualización del objeto a, el superyó relevará del objeto voz; y finalmente acentuará su dimensión de imperativo de goce.
En algún tiempo, se pudo albergar la esperanza de que deshaciéndonos de la represión moral nos desharíamos del imperativo. Pero Freud y Lacan, en consonancia con la clínica de nuestros tiempos, revelaron el engaño de dicha esperanza. El superyó puede tan pronto tomar una forma negativa, como imperativo a gozar de la renuncia y la privación; como una forma positiva en el empuje a gozar “aún más”. La clínica de la toxicomanía, las llamadas “adicciones” de todo tipo, dan cuenta de esta segunda versión del superyó. Pero también la modalidad de satisfacción del consumismo, propia de nuestros tiempos, con la variedad de formas que puede tomar: desde el de productos tecnológicos, hasta el de productos “bio” y de su “modo de vida”.
El derecho al goce lo vuelve paradójicamente obligatorio. Así, los sujetos se precipitan en un circuito infernal, ciegos al imperativo que obedecen y a la imposibilidad de satisfacer aquello que siempre, por estructura, exigirá más.
El imperativo kantiano y el imperativo superyoico
Freud escribió en su texto “El yo y el ello” que el superyó se manifiesta bajo la forma del imperativo categórico, tal y como Kant lo concibió.
La ley moral tendría, para Kant, la forma de un imperativo que él atribuye a la razón y que enuncia de la siguiente manera: “Actúa de manera que la máxima de tu voluntad pueda siempre valer como principio de una legislación universal”. La exigencia kantiana, es, entonces, la exigencia del principio de universalidad.
El pensamiento kantiano introduce un aspecto inédito en la reflexión moral al despegarla radicalmente de toda reglamentación comunitaria, de toda tradición, de toda religión. La moral deviene un asunto entre el hombre y la voz de la razón, que debe estar depurado de todo afecto, todo pathos, como él lo nombra. La acción moral, según Kant, debería tener la forma de un silogismo.
El pathos, aquello que hace obstáculo a la acción moral según Kant, es cualquier sentimiento, deseo, o interés vital. Un punto de semejanza entre el imperativo kantiano y el imperativo superyoico: éste último empuja al sujeto a someterse al goce más allá de todo límite de sentimiento e interés vital. La moral kantiana y la moral del superyó implican la anulación o la sofocación de la dimensión, por esencia subjetiva, del deseo.
Por otro lado, el afecto que corresponde a la ley moral, según Kant, es el dolor. La conquista de la virtud exigiría el sacrificio, la lucha contra el deseo. El hombre kantiano, sería, según sus propias palabras, aquel que no vive sino por deber, que no encuentra el menor gusto a la vida. Cabe recordar que uno de los primeros esbozos de la llamada instancia psíquica de superyó en Freud se encuentra en el texto “Duelo y Melancolía”: la sujeción a los imperativos del superyó conlleva el afecto de la tristeza. Sobre este punto, Lacan revelará la dimensión moral de la tristeza, que no duda en llamar cobardía.
La moral kantiana implica también no tomar en cuenta la evaluación de las posibilidades reales de ejecución de la acción, pues dicha evaluación sólo podría obstaculizar la posibilidad de universalización de la máxima. Kant habla, particularmente, de la evaluación de nuestras capacidades físicas, por ejemplo. Este mismo aspecto es puesto de relieve por Freud en su texto “El Malestar en la Cultura”: el superyó proclama un mandamiento sin tener en cuenta si podrá o no ser obedecido, antes bien, supone que al yo del ser humano le es psicológicamente posible todo lo que se le ordene[1]. En ese sentido, tanto la moral kantiana como el superyó, no tienen en cuenta la dimensión de lo imposible: el “tú debes” es incondicional.
Lacan dice que a ese “tú debes” incondicional kantiano se puede substituir con facilidad el fantasma sádico del goce erigido en imperativo. Encontramos allí el que será aislado como el imperativo último del superyó: ¡Goza!
El libertinaje y nuestro tiempo
Lacan, en su seminario VII, se sirve de Kant y de Sade para avanzar en la zona más allá del límite que impone la dimensión imaginaria, el campo que se abre más allá de los sentimientos y más allá de la repugnancia. Lacan enuncia la que sería la ley moral desde la obra de Sade: “Tomemos como máxima universal de nuestra acción, el derecho de gozar de otro, sea quien sea, como instrumento de nuestro placer”.
Una vez eliminado el interés llamado patológico, Kant y Sade se reencuentran como las dos caras de una misma moneda: el deber y el derecho. En esta zona, como señala Lacan, lo que se encuentra es el dolor, tanto el dolor del otro como el dolor del sujeto. El extremo del sacrificio y el extremo del placer nos son humanamente insoportables.
En su primera lección del Seminario VII, Lacan habla del fracaso histórico de la esperanza de la filosofía libertina, de la aspiración a relativizar le carácter imperativo, apremiante, conflictual de la experiencia moral: y es que no encontramos, luego de ella, a un hombre menos cargado que antes del peso de las leyes y los deberes.
Un cierto movimiento de liberación respecto de las tradiciones morales se ha desarrollado durante el siglo XX, quizás no menos animado por la aspiración de aliviar del peso del imperativo al hombre post-moderno.
Esta vez la modificación es irreversible y su fracaso puede, al contrario, instigar a algunos a alimentar una cierta nostalgia de aquellos tiempos del padre, en los que, al menos, había una figura (con los ideales que representaba) ante la cual podíamos rebelarnos. Sin embargo, la nostalgia no es una vía que el psicoanálisis invite a tomar.
Lacan pone de relieve, en esa misma lección, otro aspecto central del libertinaje: la obra libertina comporta un tono de desafío a Dios, juez último al que se dirige esta ordalía. Pero los sujetos en el siglo XXI no encuentran, en lo social, un Otro consistente que les permita regular su goce, sea por sumisión o por transgresión. Paradójicamente, los imperativos, ya no subordinados a un Otro de ese orden, insisten ferozmente bajo las formas más diversas.
Los nuevos imperativos del siglo XXI
Kant ya había percibido la imposibilidad de deducir reglas universales a partir de la búsqueda de la felicidad, aún si se trata de la felicidad universal. Él parte del principio que la felicidad es una experiencia subjetiva y aunque se pueda generalizar, nunca se podrá universalizar. El “sé feliz”, imperativo superyoico (en tanto que imposible) propio de nuestro tiempo, no es un imperativo kantiano. Frases como “sé optimista”, “ten autoestima”, “vive una vida plena”, pueden tornarse en el resorte necesario para poner en funcionamiento la ferocidad propia del superyó.
Kant y Sade, en sus propuestas morales, habían avanzado hacia una zona depurada de la captación imaginaria. Hoy, el cuerpo y su cuidado regresan como el punto en torno del cual giran los discursos pseudo-morales. Si antes el ideal era aquello por lo que se podía dar la vida, la preservación de la vida es hoy el valor último e indiscutible. Se condena el ataque contra la salud física o psíquica. Los médicos, los psicólogos, los agentes de salud, los nutricionistas, e inclusive los esteticistas, devienen agentes privilegiados para la puesta en circulación de todo tipo de prescripciones, cuando no devienen, inclusive, los jueces.
Otro aspecto fundamental es que la regla, en nuestros tiempos, ya no aspira a la universalidad; es “la distribución normal” de la estadística la que dictamina la regla. “Ser normal” deviene una aspiración para algunos sujetos contemporáneos. En la clínica, encontramos sujetos que consultan porque sufren justamente por no poder “ser normales”.
En el polo opuesto, no tan distinto, Eric Laurent habla del superyó “a medida” como algo propio del siglo XXI. Una variante del superyó que exige la distinción absoluta, la exigencia paradójica de distinguirse cada vez más de los demás, al mismo tiempo que este proceso es una exigencia común a todos. No es más el Uno, aquello en torno del cual se agrupaban las masas: hoy existe lo múltiple. El imperativo en acción podría entonces enunciarse como “sé original” o “sé tú mismo”.
Desarrimado de la moral tradicional, el superyó sigue actuando. De manera quizás más solapada, pero no menos feroz.
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El divorcio definitivo entre el superyó y la moral en el siglo XXI
NODVS XLIII, juliol de 2014