Presentación “El silencio de las drogas” de Luis Dario Salamone, Grama Ediciones.
Llama la atención “El silencio” del título del libro de Luis Darío Salamone, pues contrasta con el ruido generado, ya desde los tiempos remotos, -como bien lo muestra el autor en muchas de sus referencias históricas-, alrededor del tema de las drogas. Y desde finales del siglo XIX y principios del XX, el hablar de las drogas finalmente se ha convertido en un verdadero estruendo. Un estruendo de teorías, tratamientos, leyes, tráfico ilegal, guerras, llegando a ser actualmente un factor de la política en tanto asunto de salud pública entre muchos otros. Sin embargo, -y el silencio del título apunta a eso-, se puede decir que todo ese ruido ha venido a querer llenar, sin lograrlo, el lugar de un inquietante silencio. Un silencio al que apunta Luis Darío y el cual nos invita a interpelar y a escuchar. Porque se trata de darle la palabra al sujeto adicto, no sin dificultad, proponiéndole que responda de ese “su” silencio. Que sobre todo escuche él mismo su propio silencio, su insoportable silencio.
Podríamos decir que es una operación que trata de mostrar lo que John Cage realizó en 1952 mediante su obra 4’33”. Una composición de cuatro movimientos cuya partitura comienza con la palabra “Tacet”, que se suele traducir por “Él calla” o “Él queda en silencio”, y luego nada. Dicha composición se puede interpretar mediante cualquier instrumento y el músico sólo ha de marcar con un gesto cada comienzo del siguiente movimiento. Nada más, ya que él y el instrumento han de permanecer en completo silencio.
John Cage, preocupado por el tema del silencio, obtuvo su fuente de inspiración para esta obra en una experiencia que tuvo lugar en 1951 en el interior de una cámara anecoica en la Universidad de Harvard. Esperando encontrarse con el más absoluto de los silencios, no obstante experimentó dos inquietantes sonidos. Uno alto y otro bajo. Consultando con el ingeniero de sonido allí presente, este le respondió que el alto provenía de su sistema nervioso. El bajo de su torrente sanguíneo. Se trataba entonces para Cage de mostrar, de trasmitir con esa composición 4’33”, que el silencio, como tal, es imposible, -al contrario de lo que creyeron entender algunos críticos cuando presenciaron la obra-, porque está habitado por algo del goce de nuestro propio cuerpo, o el de los otros que están a nuestro lado con sus ruidos; es decir, el goce de lo vivo, un real insoslayable.
Esta sería la operación inversa a la que se ha convertido a lo largo del siglo pasado hasta nuestros días, la clínica de la toxicomanía. Desde el inicio ha sido una clínica centrada fundamentalmente en el objeto -la droga- y sus efectos en el sujeto alcohólico o toxicómano. Estableciéndose así, en este contrasentido que es la clínica del objeto, y en consonancia con las normas sociales, los objetos malos (ilegales) y los buenos (legales), siendo la reparación de la relación con los buenos en exclusión de los otros, los malos, la orientación general de los tratamientos.
Lo extraordinario del asunto es que, cuanto más insistencia en ofrecer los buenos objetos en una relación idealizada, -excluyendo los malos-, más y más se ha ido extendiendo, como por metástasis, la toxicidad a los primeros, a los buenos, ya que ahora mismo cualquier objeto con el que nos relacionemos es virtualmente tóxico. Y lo es, en tanto a fuerza de buscar una y mil causas para la adicción que puede llegar a ejercer un objeto sobre un sujeto, la nueva religión científica ha “descubierto” en el vacío sináptico el principio fundamental de lo que ha devenido la teoría de la “adición generalizada”: los niveles de dopamina serían la explicación última de la adicción del sujeto a las drogas, al alcohol, a la comida, al juego, a internet, al movil, etc., pero también a su objeto amoroso, llegando tan lejos como para aplicar dicho principio a la llamada violencia de género...
En definitiva, ya no se trata de buenos o malos objetos, ni de legales o ilegales, se trata de que el sujeto así concebido es su propio objeto adictivo: en resumidas cuentas, el sujeto sería adicto de sí mismo... Lo que concuerda con la sinfonía de la época; una sinfonía de rasgos autistas que no provienen sino de una enorme inflamación del yo: autogestión, autonomía, independencia, empoderamiento, autoayuda, etc., entre otros, no son sino los significantes de la época que esconden una adicción secreta: la adicción al super-yo. Instancia que crece de forma exponencial al encumbramiento de lo que podríamos llamar las políticas de promoción del yo. Este sería el secreto de lo que J.-A. Miller planteó como la elevación al cenit social del objeto a: el reinado del superyo.
Por tanto, un individualismo de masa en la que al sujeto no parece quedarle otra alternativa que establecer relaciones líquidas con el Otro, parafraseando a Zygmunt Bauman, ser, por tanto, un fluido cuyo resultado es una enorme insatisfacción siempre creciente cuyo horizonte es el de la inevitable angustia, (ver el film Shame), o si establece relaciones lo suficientemente sólidas, siempre circula la sospecha por parte de todo el mundo e incluso del propio sujeto, que dicha solidez sería prueba inequívoca de una adicción. Recordemos en este punto que cada vez que llega el día de San Valentín, un aluvión de noticias científicas sobre la neuroquímica del amor hacen su aparición para recordarnos también su principio adictivo.
No obstante, digámoslo claro: ¡la adicción generalizada no explica nada! Y no explica nada por cuanto homologa todas las relaciones humanas reduciendo al Otro a un puro objeto; y este a su vez intercambiable por cualquier otro. Borra cualquier particularidad subjetiva. Su causa es siempre la misma, la presencia o ausencia de una molécula en el espacio sináptico. Los tratamientos son, en esencia, guiados por los mismos principios. En el fondo, es la respuesta en espejo de lo que ya el propio adicto ha encontrado por su cuenta para tratar su problemática particular. Y de ahí que muchas veces, sino todas, los tratamientos se establezcan en el plano de un “tour de force” entre el paciente y el terapeuta, queriendo pactar con un yo adicto que por más promesas que se haga, se las acaba saltando todas. Es lo que Darío señala como tributario de esa instancia yoica cuya pasión es la ignorancia y que está irremediablemente en su propia naturaleza: “El yo no puede aceptar la falta, puede soportarla a duras penas por un momento, pero volverá a ese rechazo, tóxico o no, antes de llegar al terreno del deseo”. (pág. 29)
Es decir, la adicción generalizada elimina la dimensión radical Otra, por cuanto elimina la diferencia, otorgándole plena consistencia al objeto. En definitiva, nada que no esté, ya, en cualquier manual de instrucciones de cualquier adicto. Sería una operación que silencia la falta que toda diferencia introduce, o la diferencia que toda falta introduce. Una falta a la que no le corresponde ningún objeto; una falta que, en el “mejor” de los casos (neurosis), ya es tributaria de la elaboración de un vacío que constituye al Otro y por lo tanto al sujeto mismo. Luis Darío lo muestra muy bien en los casos clínicos que expone en su libro, y eso a pesar de las dificultades diagnósticas iniciales.
Desde esta perspectiva, el objeto como tal, ese que todo el mundo se afana en hacer consistir, el adicto en primer lugar es, siempre, un objeto perdido. Y Luis Darío muestra que lo genuino de la operación analítica es apuntar siempre a esa ausencia insoportable para el sujeto, a la suya, no a la común, no a la que podría compartir, sino a la que no puede compartir con nadie, a su no-hay fundamental, y que no hace masa, ni grupo, ni relación, pero que, paradójicamente, le hace vivir, ser sujeto y poder establecer una relación con el Otro de una manera que no acabe convirtiéndose justo en lo que trata de evitar: ser un objeto, él mismo, con el que satisfacer a un superyo voraz e insaciable.
En definitiva, que pueda llegar a escuchar en su silencio, -cosa nada fácil, porque eso implica la palabra, y como sabemos la palabra no es sino un eco de lo más perturbador que hay en uno-, lo adictivo que tiene para cada uno esa ausencia, ese no-hay fundamental, y que querría silenciar porque es fuente de una angustia también fundamental.
Para concluir, Luis Darío Salamone muestra a lo largo de este excelente libro que se trata de aprender del toxicómano, de sus soluciones fallidas, de su arte de alquimista con el que pretende reparar las fallas de la libido (lo que hace lazo con el Otro y consigo mismo) mediante un agregado externo (la droga) que lo lleva a un repliegue libidinal sobre su cuerpo mismo que lo acaba devorando, consumiendo, si antes no ha devorado ya sus finanzas, su pareja, sus familiares y sus amigos...
Es decir, mostrarle que su solución ha vuelto a ponerle sobre la mesa el problema mismo que intentaba resolver, (retorno de lo reprimido) ofreciéndole la oportunidad de tratarlo de forma muy diferente mediante el psicoanálisis. Sería poder llevarlo, si no entendí mal en mi lectura, a lo que Oscar Wilde decía sobre el tabaco, y que yo leo como una frase lúcida de lo que podría ser una solución más humana o lo inhumano de la adicción. Porque, precisamente, el adicto acaba por descubrirse como un sujeto que se lleva especialmente fatal con la in/satisfacción, y siempre acaba sin remedio pidiendo más y por ello mismo, obteniendo siempre lo peor: “Un cigarrillo es el ejemplo del placer perfecto: resulta exquisito, y te deja perfectamente insatisfecho. ¿Qué más se puede pedir?”.
Presentación “El silencio de las drogas” de Luis Dario Salamone, Grama Ediciones.
NODVS XLVI, gener de 2016