La felicidad en el mal

Referencia a Las diabólicas, de Barbey d'Aurevilly, presentada en el S.C.F. de Barcelona el 20.10.2001 bajo el epígrafe "El fracaso histórico de la liberación naturalista del deseo"

  • Publicado en NODVS I, març de 2002

Paraules clau

bien, exigencia pulsional, renuncia pulsional, deseo, malenconia, sadismo, dimensión moral, placer

En el programa del seminario “La ética del psicoanálisis”, Lacan toma la articulación teórica freudiana en el punto en que se refiere a cómo la génesis de la dimensión moral hunde sus raíces en el deseo mismo. No fue así como la Ilustración (1720-1770) abordó con aires de emancipación intelectual y moral la problemática entre moral y deseo, pues defendió la liberación naturalista de este último. En ese periodo surgió un ideal del hombre “natural” que se contrapuso al ideal de la civilización. Para Rousseau, el hombre era bueno por naturaleza, pero a consecuencia de las restricciones que la civilización ejercía sobre él, se corrompía y sufría todo tipo de males. En consecuencia, había que modificar la sociedad para que estuviera a la altura del individuo y sus exigencias de felicidad, que sólo se podría obtener a través de una actuación acorde con la propia naturaleza, es decir virtuosa. Hacer el bien, como decía Rousseau, era gozar de uno mismo. El placer se convirtió en el fundamento de la vida moral tal como vemos aparecer en la obra de Diderot y otros filósofos de la época, en la que la palabra “filósofo” se comienza a utilizar con una nueva acepción, la de “un hombre que por libertinaje de espíritu, se pone por encima de los deberes y de las obligaciones de la vida civil cristiana, un hombre que no se rehusa a nada, que no se limita en nada”. Como el hombre sólo podría ser feliz si desechaba los prejuicios morales sobre sensaciones, sentimientos e inclinaciones, las consecuencias de esta reflexión del “hombre del placer”, no condujeron a un hombre menos cargado de leyes o deberes, como señala Lacan, sino a la gran experiencia crítica del pensamiento llamado libertino. La lucha por la liberación del deseo abrió la vía, en nombre de la naturaleza, a la defensa de las perversiones sexuales. La liberación respecto a la represión moral dio lugar al llamado amoralismo de los llamados estetas de la maldad, como Laclos, autor de “Las amistades peligrosas”, y sus sistematizadores, entre los cuales se alzó la figura del marqués de Sade. En él, el “Todo es bien, todo es obra de Dios” de Rousseau se transformó en “Todo es mal, todo es obra de Satanás”. Al postulado de Rousseau respondió el de Sade.

Junto a la propuesta de Rousseau de “encontrar el remedio del mal en el mal mismo”, que se entendería como la necesidad de una revolución que permitiría alcanzar una plenitud primera perdida, tenemos la propuesta de Sade que defiende la práctica del mal como una actuación conforme a la naturaleza, cuya primera ley es la destrucción. Así, para él, el asesinato no deja de ser más que “un poco de materia desorganizada, algunos cambios en las combinaciones, algunas moléculas rotas y vueltas a echar en el crisol de la naturaleza que las devolverá bajo otra forma, en pocos días a la tierra”.

Sin embargo, este amoralismo encierra una paradoja: si lo que hace el sádico es actuar conforme a un orden natural que ordena la destrucción, entonces no hace más que obedecer esa ley y no hay ninguna transgresión. En consecuencia, tampoco obtiene ningún goce. Obtenerlo exige ultrajar ese orden natural y una manera de hacerlo es la práctica de la virtud. La suprema voluptuosidad sádica radica entonces en el arrepentimiento y la expiación. A pesar de que los personajes de Sade declaraban “Somos dioses” y creían así eliminar al Otro divino, el sádico necesita una ley que transgredir, una moral que corromper, un Dios para profanar y blasfemar, y poder así acceder a la fuente inagotable de voluptuosidad que implica el horror, la división, que tales actos provocan en el creyente. Por ello, Lacan concluye que la teoría moral que defendía la liberación del deseo estaba condenada al fracaso.

Bajo la influencia de esta estética de la maldad, el descubrimiento del horror como fuente de deleite y de belleza afectará al concepto mismo de ésta que pasa a aunar en sí el horror y la fascinación. A finales del siglo XVIII se produce una modificación en el gusto estético que indica el final de la concepción clásica de la belleza, en la que un rostro no sería bello más que si el espíritu está sereno y libre de cualquier perturbación, y el nacimiento de la concepción romántica, la belleza medusea, una belleza atormentada, contaminada, en la que el dolor ha pasado a formar parte de la voluptuosidad. Tras la Revolución francesa, la estética no se rige ya por el canon de lo bello sino por el de lo sublime. Aunque los antecedentes más próximos de tal cambio se pueden situar en la obra de los libertinos, el tema de la voluptuosidad en el dolor estaba ya presente en la iconología cristiana del siglo XVII.

La referencia que vamos a presentar, Las diabólicas de Barbey d’Aurevilly, fue publicada en 1874, es decir casi un siglo después. Entremedio tenemos el agitado periodo romántico y todos aquellos grupos y corrientes que a lo largo del siglo XIX se desarrollaron en su órbita, algunos de ellos en su cara más sombría. Es el caso de aquellos autores que han sido agrupados en la llamada corriente satánica, si bien sería reduccionista explicar a través de tal adhesión la totalidad de su obra.

El término “Satanismo” se utilizó por primera vez en 1821 en referencia a Lord Byron (1788-1824) y al círculo poético que le rodeaba. La descripción que Milton (1608-1674) hace de Satán en El paraíso perdido como un ser majestuosamente hermoso, símbolo de una energía original perdida, lleva a Blake (1757-1827) a exclamar que Milton “era un verdadero Poeta y del partido de los Demonios, sin saberlo”. La formulación “…mal, sé tú Mi bien”, con la que Satán desafía a los Cielos en la obra de Milton, aparece en Blake como la celebración de una energía creadora que se libera al romper las limitaciones del conformismo.

Volvemos a encontrar esta misma celebración en los héroes de Byron —bandidos, piratas, personajes fuera de la ley—, pero en ellos el culto al exceso no responde a lo que podría llamarse una vitalidad exuberante sino a un sentimiento de extenuación que lleva al individuo a buscar la intensidad para sentirse vivo. La nostalgia de una plenitud raramente alcanzada se acentúa con sentimientos de desesperación, culpa, melancolía —esa indefinible enfermedad romántica conocida como le mal du siècle—, y también de división entre una mítica inocencia perdida y una irresistible inclinación a hacer el mal.

Sin la influencia del Divino Marqués y del Satánico Lord no se puede entender el ascenso del prestigio del demonio y del mal en la literatura del siglo XIX. La rebelión de Satán en El paraíso perdido contra la Tiranía divina se toma como modelo, en el llamado satanismo prometeico, de la lucha terrestre del individuo contra las tiranías políticas; o también sirve de ejemplo, para el satanismo frenético, de un combate de orden más espiritual contra la sociedad de su época, cuya moral consideran hipócrita u opresiva; contra una religión que degrada el sentido de lo sagrado, o —sobre todo a finales de siglo—, contra una estética que necesitaba tratamientos de shock para salir de lo prosaico. Los escritores satánicos expresaron su simpatía hacia el demonio, y sus suplicios, y abogaron por la liberación de las llamadas “fuerzas instintivas”, reprimidas o ignoradas. Pero si enfocamos más de cerca su obra volvemos a encontrar la misma paradoja que antes: la dialéctica inseparable entre Dios y el diablo, entre bien y mal, entre crimen y moral, que lleva a pensar que algunos de estos autores eran del partido de Dios, sin saberlo. Tal paradoja, que Ch. Baudelaire plantea en su obra diciendo que la creación deliberada del mal es reconocimiento y aceptación del bien y que Dios y Satán se implican mutuamente, hace exclamar a Barbey d’Aurevilly: “Después de leer Las flores del mal sólo hay dos posibilidades para el poeta que las escribió: ¡O quemarse el cerebro o hacerse cristiano!”

Como la de Baudelaire, la figura de Barbey d’Aurevilly (1808-1889) se sitúa hacia la mitad del siglo XIX, entre el romanticismo de la acción frenética de 1830 y el decadentismo de la bella inercia de 1880; entre la época del predominio literario del hombre fatal, que encarnaban bien los héroes de Byron, y la época en que encontramos el ascenso de la figura de la mujer fatal, una mujer que por condición o exuberancia física se sitúa ante el hombre como la araña hembra o la mantis religiosa ante el macho.

Al igual que el resto de la literatura decadente, los dos polos evidentes de la obra de Barbey son el sadismo y el catolicismo, tal como encontramos reflejado en el prefacio de Las diabólicas, en donde el propio autor escribe que ese título “no tiene como pretensión ser un libro de oraciones ni de imitación cristiana… Han sido escritas por un moralista cristiano… que cree en el Diablo y en sus influencias en el mundo” y, por ello no se ríe de Él, “y si lo cuenta a las almas puras es con la intención de horrorizarlas” (p. 9). Las diabólicas pone de relieve de manera singular entre las obras satánicas ese par de devoción e impiedad, que según dicen caracterizaba al propio autor. Anatole France cuenta de él que a la vez que “afirmaba su fe en todo momento, lo hacía preferentemente a través de la blasfemia. En él, dice, la impiedad era un complemento de la fe. Ningún creyente ofendió a Dios con tanto celo. Aunque pretendía honrar a la Iglesia, no obstante como en la Edad Media dirigía sus plegarias al Diablo y él también acababa en la erotomanía demoníaca siempre con el fin de arrostrar a Dios, forjando monstruosidades sensuales…” Sin embargo, añade, “aunque quiso tener todos los vicios, no pudo porque se necesitan disposiciones particulares para ello; hubiera querido cometer muchos crímenes, porque el crimen es pintoresco, pero siguió siendo el hombre más galante del mundo y su vida fue casi monástica”.

La vida personal de los autores satánicos estuvo muchas veces marcada por los excesos, tenga éstos lugar bajo la modalidad del desenfreno, como en el caso de Byron, o se presente bajo la forma de una fuerte inhibición. Sin embargo, aunque su obra refleje claramente la influencia de Sade, como es el caso de Barbey d’Aurevilly, quien en ocasiones llegó a transcribir párrafos enteros de aquel, en su vida se mantuvieron al margen de los crímenes que preconizaban y su obra deja ver más bien cierta distancia irónica respecto a las atrocidades relatadas. En este sentido, Barbey d’Aurevilly ha sido descrito como un dandy que se calzaba para escribir guantes color rojo sangre.

Volviendo a la obra, Las diabólicas encuentra también su singularidad respecto al resto de las producciones del satanismo frenético porque como el mismo título indica el protagonista no es el Diablo, sino las Diabólicas, mujeres de las que el autor dice que “se supone son amantes de Él, quien les enseña lo que son… ¡Aunque a veces es el Diablo quien aprende de ellas!” El tema recurrente en los seis cuentos que componen la obra son los goces infernales que las mujeres pueden dar a los hombres, hasta transformarlos en bestias, tal como hacía la diosa Circe en la isla de Eea. El hombre, dice Barbey, sirve a la mujer de relevo para que ella pueda gozar con el diablo, fórmula que nos evoca la manera en que Lacan aborda en la época de este seminario la sexualidad femenina.

¿No nos encontramos frente a otra forma sublimatoria de ese supuesto eterno femenino cruel con el que la literatura desde el Amor Cortés a los surrealistas ha tratado de cernir el objeto que el amor vela, a modo de un partenaire infernal? ¿No vemos también aquí aquello que Lacan trata de cernir a lo largo de su obra y que elaborará primero, en los alrededores de 1960, como la forma erotomaníaca del amor en la mujer y más tarde, en los años setenta, a través de la formulación de un goce Otro, específicamente femenino?

El consentimiento del hombre y de la mujer a llevar ciertos goces hasta el límite del anonadamiento, hacia lo peor, entrelaza íntima, intensa y fatalmente, a lo largo de los seis relatos, la voluptuosidad con el horror, de una manera que podemos ilustrar con la frase que dice uno de los personajes: “El Infierno es el reverso del cielo”.

Si bien en el Seminario VII, Lacan no hace referencia a Las diabólicas, sí evoca esta obra en la reescritura que hace de La ética del psicoanálisis en 1963, en el escrito titulado “Kant con Sade”, que debería haber servido de prefacio a la obra sadiana “La filosofía del tocador”. En la página 744 de los Escritos, Lacan dice: “Si Freud pudo enunciar su principio de placer sin tener siquiera que señalar lo que lo distingue de su función en la ética tradicional (…), no podemos por menos de rendir por ello homenaje a la subida insinuante a través del siglo XIX del tema de la ‘felicidad en el mal”, expresión que evoca el título del tercer cuento, “La felicidad en el crimen”. La “subida insinuante de este tema cuestionando la ética tradicional, permitió el establecimiento de coordenadas culturales nuevas, anticipadoras, en cierta manera, de lo más subversivo del descubrimiento freudiano: la existencia de un más allá del principio del placer.

Freud plantea que el superyó emana directamente de la pulsión de muerte, y por tanto introduce una ética que no es la del bienestar. De esta manera descubre la paradoja de la conciencia moral: el superyó no sólo no pone un límite a la exigencia pulsional, sino que él mismo la encarna. La renuncia de lo pulsional crea la conciencia moral que después reclama más y más renuncias. Es la clave que nos da Bataille en 1945, es decir después de Freud, diciendo: “El mal, una forma aguada del mal, es para nosotros, creo, el valor soberano. Pero esta concepción no ordena la ausencia de moral, exige una ‘hipermoral”.

Margarita Álvarez

Margarita Álvarez

La felicidad en el mal

NODVS I, març de 2002

Comparteix

  • Compartir en Twitter
  • Compartir en Facebook