Bajo el volcán, de Malcolm Lowry
El presente texto fue presentado el 26 de mayo de 2017 en una de las sesiones del ciclo Escrituras Adictivas en la librería Contrabandos de Barcelona.
Este trabajo gira en torno al comentario de la lectura del libro de Malcolm Lowry, Bajo el Volcán. Plantea cuestiones que la obra literaria aporta al psicoanálisis lacaniano y concretamente al trabajo que llevamos a cabo en el grupo de investigación sobre Toxicomanías y Alcoholismo.
Alcoholismo, evanescencia subjetiva, culpa, pérdida, errancia, escritura.
Para Eduardo García Martínez.
Esta reunión, en el marco del ciclo Escrituras Adictivas, merecería una ronda de mezcales o tequilas para entrar en calor y generar una atmósfera propicia para el debate de la novela Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, considerada una de las obras maestras de la literatura del siglo XX.
No obstante, no es de fácil lectura. Diría que esta novela requiere una lectura sobre la lectura, pues es en ese movimiento que empieza a relucir su profunda belleza. Su trama, desplegada a partir de la historia de un solo hombre, logra reflejar, de algún modo, la historia del siglo XX. A su vez, nos muestra cómo, contar la Historia en mayúsculas, ya no es posible a partir de cierto momento del siglo XX, ya no puede tener ningún sentido. Malcolm Lowry, en Bajo el volcán, a partir de un juego de contrastes asombroso, hace aparecer lo que está más allá de todo simbolismo.
El relato en sí mismo es, por decirlo de alguna manera, ebrio. A medida que te sumerges en la novela empiezas a experimentar una especie de borrachera… cada vez se va volviendo más difícil discernir lo que está aconteciendo en la realidad, de lo que es parte de la embriaguez de su protagonista. Asomarse a la épica de un siglo a través de la ventana del relato de una historia singular, es algo que logran sólo los buenos artistas. Ellos encuentran la clave, el pasadizo secreto que conecta lo más singular de uno, con la materia humana de la que está hecha la cultura.
Su protagonista es un cónsul, una figura en extinción, que representa la otredad en el territorio propio; un representante de lo otro en lo mismo. Un cónsul que es, inevitablemente un espía, denunciando de este modo, la trampa que esconde ese soporte simbólico. Lowry explaya en su novela una cantidad exagerada de metáforas que, no obstante, van a lograr dinamitar el “sentido figurado” para hacernos ingresar en algo que está más allá, para hacernos acariciar cierto real.
1. Feliz matrimonio
Freud habló del amor del bebedor al vino y de la función de quitapenas del tóxico para tratar lo insoportable de vivir. En El malestar en la cultura, habla textualmente del matrimonio del bebedor y la botella, término éste, el de matrimonio, que más tarde Lacan usará para referirse a la relación del sujeto con la droga. Concretamente, dice que la droga es lo que permite el rompimiento del matrimonio del sujeto con hacepipí, es decir, con el falo. Tenemos pues, una primera formulación respecto del borracho: es alguien que no soporta el matrimonio. La novela ilustra bien este punto. La relación que mantiene el cónsul con su amada es en tanto están “divorciados”, pero, paradójicamente, ese divorcio opera para evocar su pérdida. Ella vuelve, para intentarlo de nuevo, pero eso no cambia un ápice su lamento por haberla perdido. Sólo será al final -como sucede a Hamlet-, en un final trágico, cuando el cónsul tendrá la ocasión de registrar dicha pérdida.
Por eso, si Freud elevó a relación amorosa la del bebedor con la bebida, fue en tanto esa relación con el alcohol incidía en su lazo con el objeto de amor. Lo vemos en la novela; Yvonne, la mujer de su vida, la mujer soñada, amada y perdida, constituye uno de los centros de las cavilaciones del cónsul. Todo el relato sobre su persona es asombrosamente puro, ingenuo, muy idealizado… ella es todo amor, vitalidad, belleza. Podríamos, hasta cierto punto, equiparar a Yvonne con la Dama del amor cortés; esa mujer tan idealizada que no parece real. En ningún momento de la novela da la impresión que hable por sí misma. Ella es más bien un personaje completamente en la mente del cónsul, al servicio de hacer del amor algo imposible. Solamente vemos aparecer lo que ella piensa en el momento en que, finalmente, lee las cartas que le ha escrito. Y allí ella dice: “es ese silencio lo que me aterra…”
2. El olvido del sujeto
Ese silencio del alcohólico es un efecto de ausencia, de borramiento de su presencia. Mientras está ebrio, parece como si el sujeto no estuviera ahí. De tal modo que, es muy difícil ubicar una marca, algo que tenga estatuto de acontecimiento. Todo transcurre en ausencia del sujeto, en una presencia evanescente, que está empujada a olvidar. “Beber para olvidar” es por tanto una frase que apunta, más que al olvido de un suceso, al olvido del sujeto mismo.
La novela refleja bien este borramiento subjetivo, esta presencia evanescente; su lectura transmite el efecto de la embriaguez, su atmósfera es la de un sueño eterno. Por momentos da la impresión, que los límites entre la realidad y la ficción se borraran, y lo logra gracias a una operación sobre el tiempo. Toda la novela transcurre en un solo día, el día de los muertos, y en ese único día, está contenido toda una vida. Tiempo cronológico y lógico se fusionan para desbaratar la ilusión de encontrar en ella el consuelo del progreso. Cualquier esperanza se desvanece, cualquier posibilidad de cambio es constitutivo de una burla. La ironía tiñe toda la atmósfera, porque si bien todo está perdido, siempre es un buen momento para otro trago. Por eso también, sus personajes, los que transitan alrededor del cónsul, tienen cierta apariencia fantasmagórica. Este efecto de embriaguez –similar a la neblina que a menudo bordea los volcanes-, pareciera hablar del estado de la humanidad tras los efectos de la guerra y la devastación. El cónsul encarna la lucidez etílica de aquel que no se deja engañar por los ideales de la humanidad. Él es testigo, y da testimonio del desastre al que ha llegado el ser humano. Las referencias históricas, el escepticismo político, la mentira que esconden las luchas sociales, están reflejados a través de la bruma alcohólica, aludiendo, de cierta forma, al fin de la historia.
Freud se refería especialmente al hombre en sus disertaciones sobre la embriaguez. Un hombre casado con una botella que cortocircuita de este modo su acceso a la mujer, al otro sexo. En su texto sobre la vida amorosa, señala que así, la división del hombre frente a la mujer del amor y la del deseo, entre la madre y la puta, se desvanece. La botella reúne ambas, o anula ambas. Es importante retener que en el alcoholismo está en juego un tratamiento de la mujer; tratamiento que es un rechazo radical, entonces el tóxico viene a obturar la posibilidad de lo que podría abrirse ante ella. La metáfora del cadáver que hay que trasladar algún sitio y que necesita un acompañante, sugiere la presencia del cónsul frente a su amada: él es un niño muerto.
Y bien ¿qué es eso que podría abrirse en el acceso al otro sexo? Para empezar la castración, la división subjetiva. Si frente a esa división hay un objeto que colma, un objeto profundamente ancestral, cuya oralidad pareciera cubrir todo el campo de la libido, el sujeto, bebiendo, escabulliría el surgimiento de su división subjetiva. En lugar de ésta lo que viene a instalarse es el temblor del alcohólico, motor que continuamente lo empuja a beber para borrarlo.
3. Exilio vs Errancia
Si la condición del sujeto, como dijo Lacan, es la de estar exiliado respecto de la lengua, puesto que la división subjetiva de algún modo, insta al sujeto a construir su propia identidad, a no dejarse capturar del todo por los nombres de Otro, por el contrario, lo que tenemos en el fenómeno del alcoholismo es la errancia. Hay que diferenciar por tanto exilio de errancia. La condición del cónsul no es la del exilio, que implicaría escribir algo propio fuera de su tierra en una operación de extimidad, sino la de la errancia, que en tanto implica no tener ninguna patria, el sujeto no escribe, ni surca, ni deja marca. La errancia es viento que sobrevuela por la superficie de la tierra sin poder atravesar ninguna frontera, sin nada que lo detenga.
Las cartas de amor son otro elemento central de la novela, pero son precisamente cartas que él nunca lee, o si las leyó, no las quiere volver a leer, y de las cuales ni puede separarse, ni las contesta. Son cartas en las que ella le pide que diga algo. Si su lamento es llorar por su pérdida, cuando puede hacer algo para recuperarla, no lo hace. Por eso, cuando ella vuelve, no cambia nada, él sigue aferrado a su pérdida. Finalmente, en su última borrachera, el cónsul recupera las cartas abandonadas en el Farolito, y allí, de alguna manera, encuentra su mensaje en forma invertida. Allí sí, más allá de lo que puede comprender, la carta de amor, le devuelve su silencio, su ausencia… y por eso, poco después, puede pasar al acto, matarse y morir.
El psicoanálisis mostró distintas formas de hacer frente a la castración: reprimir, denegar, sublimar… y podemos añadir otra: intoxicarse. La adicción instaura un régimen de funcionamiento libidinal donde el sujeto es absorbido. Lo veíamos en el libro de Ann Marlowe, Cómo detener el tiempo, cuando decíamos que, en el lugar de su fobia infantil, apareció su adicción a la heroína. En esos periodos el estatuto subjetivo se problematiza hasta tal punto, que hace falta que algo de ese feliz matrimonio con la botella o con la droga falle, para que surja el deseo de dirigirse a un analista o a un público, y poder hablar de esa adicción. Lowry escribió su novela en un periodo de abstinencia junto a su mujer, instalado en una cabaña frente a un lago.
4. La culpa velo de la pérdida imposible
En la temática del alcoholismo solemos encontrar, la culpabilidad articulada a la pérdida. No es extraño que el sujeto haga mención a una pérdida inconcreta, algo que se perdió en el pasado, algo que no pudo tener, alcanzar… Pero dicha pérdida no tiene una delimitación clara, no está recortada, y por tanto no tiene una incidencia sobre la división del sujeto. Bernard Lecoeur, en su libro El hombre ebrio, dice que el sujeto, más que dividido, está incompleto, y el alcohol es el objeto que viene a completarlo, paradójicamente, ausentándolo. Esa pérdida fantasmagórica, que aparece por todas partes, no puede llegar a aislarse. Casi podría pensarse que la omnipresencia de esa pérdida nombra la del sujeto mismo, pues no se trata tanto de una experiencia de castración como de un vacío envolvente, casi insoportable. Se produce entonces la paradoja de una suerte de lamento por algo perdido que no convoca a responder, que no produce una falta que genere una búsqueda, sino que, más bien, -como Freud lo reflejó a propósito de la melancolía- el sujeto inconscientemente se identifica con ella. El objeto no logra recortarse, no se puede extraer del campo del Otro, porque, paradójicamente, el problema de ese lamento que se extiende hacia el pasado e inunda todo el presente, es que el sujeto no pudo perder ningún objeto del Otro.
En esa pérdida inconcreta podemos evocar la figura del padre. En la novela, los volcanes son la metáfora del padre perdido y añorado. Padre perdido y profundamente añorado que da cuenta del estatuto contemporáneo del padre caído. Por ende, la ausencia materna es convocada a través de él y la metáfora de los volcanes es la de la relación sexual misma. Vemos como al final, en el delirio etílico, el cónsul confunde a Yvonne con su madre.
La pérdida va siempre acompañada de la culpabilidad. El sujeto se siente culpable de beber y eso es en sí mismo el motor que lo empuja. Culpa que se presenta de una forma masiva, sin posibilidad de respuesta y que lejos de responsabilizar al sujeto, lo sumerge en un goce monocorde. Esa culpa es cercana al superyó, una suerte de voz áfona que lo da todo por perdido, que lo engulle. La culpa es siempre la de haber cedido frente al deseo, es lo que enciende al superyó. Por eso en la novela, la culpa aparece como un acto criminal, cierto o incierto, esa es la verdad del cónsul. El cuerpo del bebedor escamotea así los recortes que el lenguaje imprime.
Tenemos pues paisajes lindantes con la melancolía; el bebedor exalta el goce del fracaso y la pérdida. Pero, igual que toda posición melancólica esconde su posición megalómana, tras esa supuesta renuncia a todo, tras ese lugar que encarna con facilidad cierto desecho, se esconde un ser que, de alguna manera, pretende encarnar la excepción. El alcohólico, tal como sucede al cónsul, se ubica escapando a la ley que a todos atrapa. A él no le importa nada. Planea así un fantasma de libertad: él es ese que no está atado a nada y a nadie, solo a su botella. Ostenta un desprecio por el valor y el precio, pues él cuenta la cuenta que siempre es uno: está bebiendo infinitamente el mismo trago, la misma copa, y ese es su modo de resistirse a la alteridad.
5. Acto y muerte
Otro tema que la novela evoca es el coraje del borracho. Si acción y pensamiento se autoexcluyen, el borracho con su hacer, pretende parar el pensamiento incesante de sus cavilaciones obsesivas que frecuentemente lo inhiben. El borracho bebe como si hiciera algo; la evanescencia que produce en su ser parece ganarle al pensamiento, escapar al inconsciente, y de alguna manera, lo logra. Pero hay que diferenciar esa actividad de levantar una copa tras otra, que le permite a veces decir lo que piensa, entrar en cualquier disputa o sentir el coraje de pegarse, por ejemplo, de lo que constituye un acto. Efectivamente, lo que está totalmente clausurado en la ebriedad es la posibilidad de un acto. El acto requiere de un sujeto que decide, y lo hace sin garantías. El acto transforma al sujeto. Pues bien, los ruidos incesantes que produce el furor etílico están en las antípodas de actuar, de tomar a riesgo propio las consecuencias de una decisión. Porque allí, en la ebriedad, no hay más que evanescencia.
Finalmente el cónsul pareciera desafiar a la muerte. No por casualidad el día elegido para la narración es el día de los muertos. Dice que no teme a la muerte, que no le importa… pero la planea continuamente. También arremete contra el deseo. Contra el propio para empezar, porque él ha decidido escamotearlo, pero también contra el deseo del Otro. Desdeña cualquier manifestación de deseo a su alrededor, mostrando lo inerte de cualquier intento por parte del otro de tratarlo como sujeto, pues su propia anulación no es más que la operación de anular al otro.
La escritura que logra Malcolm Lowry en la que fue su novela por excelencia, podría pensarse como una operación fundamental que sustentó su sinthome. Malcolm toma su alcoholismo como material literario y produce así una escritura: hace de la errancia trazo, enfrenta al lenguaje trastocando las coordenadas del tiempo. Si Proust, en En busca del tiempo perdido, se toma el tiempo de escribir una obra colosal para evocar la imposibilidad de alcanzar el objeto, Lowry, en su novela, hace pasar la evanescencia del sujeto y el desgarro de la historia del siglo XX, por el ojal de las veinticuatro horas de un 2 de noviembre de 1938, a los pies de los volcanes de Cuauhnáhuac.
Bajo el volcán, de Malcolm Lowry
NODVS L, desembre de 2017