¿Cómo orientarse en la clínica?
Conferencia impartida en el Acto inaugural del curso 2020-2021 de la Sección Clínica de Barcelona, el 1 de octubre de 2020. Primera conferencia del ciclo de conferencias de la SCB de idéntico título: “¿Cómo orientarse en la clínica?”
Para hacerse una idea de cómo orientarse en la clínica, es importante definir qué es y qué implica la clínica para nosotros que tomamos como brújula el surco trazado por Jacques-Alain Miller, a partir de la enseñanza de Lacan. Digamos que ella no puede entenderse sino como hecha a medida y no fijada en categorías preestablecidas, validadas por la mayoría. Es una clínica viva, basada en el encuentro y que hace que no pueda ser concebida sino bajo transferencia.
Orientación clínica, clínica bajo transferencia, síntoma.
Les propongo comenzar, para entrar en la cuestión que vamos a abordar hoy en torno a la clínica, dar una vuelta con Marcel Proust Por el camino de Swann.
La narración de Proust tiene lugar en Combray, nombre ficticio que da al pueblo que le es familiar por sus vacaciones de niñez. Estaba allí su madre, pero también Francisca, la cocinera que reinaba sobre toda la organización doméstica. La joven ayudante de cocina, habiendo dado a luz pocos días antes, fue aquejada una noche de un cólico atroz: “Mamá la oyó quejarse, se levantó y despertó a Francisca, que declaró con insensibilidad que todos aquellos gritos eran una comedia […]. El médico, que ya temiera esos dolores, nos había puesto una señal en un libro de medicina […] para saber lo que debía hacerse en los primeros momentos”1. Francisca había ido a buscar el libro; pero como no volvía suficientemente rápido, Marcel fue a buscarla a la biblioteca: “Allí estaba Francisca, que quiso mirar lo que indicaba la señal y, al leer la descripción clínica de los dolores, sollozaba, ahora que se trataba de un enfermo-tipo, desconocido para ella. A cada síntoma doloroso citado por el autor del libro, exclamaba: “Por Dios, Virgen Santa, ¿es posible que Dios quiera hacer sufrir tanto a una desgraciada criatura? ¡Pobrecilla, pobrecilla!”2.
Estaba aquello escrito en el Tratado de medicina; entonces adquiría su peso de verdad. ¡Todo estaba dicho! La moza no hacía comedia, puesto que su lamento estaba clasificado médicamente. Tocaba aplicar el tratamiento correspondiente y no interpretar la subjetividad de la quejumbrosa, estando su dolor validado científicamente.
En efecto, cuando se habla de clínica, se piensa que está escrita ya, en un Tratado de medicina o de psiquiatría, por ejemplo. Entonces se remite a síntomas agrupados en síndromes, los cuales, ordenados con la pertinencia que ha establecido la ciencia médica, definen una enfermedad.
Un rodeo por la etimología
La noción de síntoma se origina en la práctica médica. La atraviesa enteramente. Del estudio de la historia de la medicina se infiere que su aparición está ligada a un cambio de estatuto del médico y pasa, deslizándose, desde referencias de lo Sagrado a la filosofía, y de allí a un posicionamiento científico.
La palabra clínica apareció en el siglo XVII. Viene del griego klinikos3, que quiere decir que el médico ejerce su arte al lado del lecho de los enfermos –lecho se dice klinê. La unidad clínica es aquí el enfermo en su lecho. Subrayemos este punto: ¡desde el origen la clínica se ha aprendido del enfermo!
Es allí, sobre el cuerpo del enfermo en su cama, donde va a establecerse, según el diccionario Littré, la diferencia entre el síntoma y el signo. El síntoma (1538) es definido como un “fenómeno perceptible u observable, ligado a un estado que permite detectar”. Etimológicamente de raíz griega, se descompone en sum-toma, cuyo sentido es “caer con”, más precisamente “coincidencia”. El síntoma es una coincidencia. En cuanto al signo es la “conclusión que saca el entendimiento de los síntomas observados”. El signo es lo que representa algo para alguien. No tiene un valor intrínseco; es necesaria la interpretación del que lo recibe, médico, psi, etc., a partir de su saber.
Así pues, el síntoma pertenece al enfermo –que lo perciba o no, que tenga conciencia o no–; el signo, a la medicina. El médico trabaja sobre signos y no sobre síntomas –le corresponde a él extraer los signos de los síntomas.
En cierto modo, el síntoma no pertenece al discurso médico. Si surge, tiene que poder volverse signo para el médico; si no, será rechazado como artefacto4.
Comúnmente, esta distinción se confunde en la palabra síntoma. Y la subdivisión que se sustituye a la de signo y síntoma es la de objetivo y subjetivo. El síntoma se considera como subjetivo para el paciente, objetivo para el médico.
La queja está, en esta distribución, del lado del síntoma.
El individuo enfermo
El síntoma, en la óptica médica, es lo que viene como ruptura, ruptura de una referencia al funcionamiento armonioso del cuerpo y de su lugar en lo social.
Así concibe Michel Foucault el concepto de clínica, cuyo nacimiento sitúa en la necesidad que hubo de inventar un lenguaje que fijara los conocimientos de lo que es un “individuo enfermo”5 y de su lugar en la sociedad. Es a partir de la clínica basada sobre “lo visible y lo enunciable”6 como se redefine la función del “campo hospitalario”.
Foucault asimila el hospital –sobre el modelo de la prisión– a un lugar disciplinario7, un espacio cerrado sobre sí mismo donde se ejerce la disciplina por el intermedio de los cuerpos8. Estos cuerpos han infringido, cada uno a su manera, la ley; han roto con un equilibrio biológico o social. Los protocolos médicos apuntan a reintegrar los cuerpos dentro de las normas de un funcionamiento predefinido. Es un verdadero cuerpo a cuerpo el que se entabla entre el poder del cuerpo médico y aquel al que le han encargado disciplinar. El “cuerpo médico” usa su saber para ejercer un poder, en cuyo centro se encuentra una mirada particular dirigido sobre los cuerpos. La pandemia del Covid-19 ha reactualizado de una manera flagrante este abordaje de Foucault.
La regresión cada vez más acentuada de la manera que tienen hoy en día los psiquiatras de abordar los enfermos, sin tomar en cuenta su palabra, para volcar el sufrimiento del lado de una causalidad orgánica, hace que eviten tanto confrontarse a la locura como asumir la dimensión social que contiene su función.
Entonces, cuanto menos es tomada en cuenta la palabra del paciente, más se acentúa la noción de cuerpos encerrados, respecto a los cuales el objetivo que la psiquiatría se da es restablecerlos dentro de una norma, disciplinándolos9. El cuerpo es “objeto y blanco del poder” y el encierro apunta a volverlo “dócil”10.
El hospital o la consulta privada donde prevalece esta acción es el lugar del silencio impuesto. La psiquiatría hoy avanza cada vez más en el sentido de la represión de los enfermos. El psiquiatra se aísla con ellos.
Una concepción de la clínica
Para orientar nuestra brújula, nos es necesario, como lo subrayaba en el argumento, reflexionar sobre lo que colocamos bajo ese vocablo de clínica. Para nosotros, cuando se habla de clínica, “la unidad es el paciente”11. Es lo que dice y no lo que se supone que habría dicho o habría dado a entender y que lo volvería compatible con una categoría nosográfica ya enmarcada por significantes amo de la psiquiatría.
Por ejemplo, si se habla respecto a un paciente de paranoia, se evoca una categoría clínica definida por la psiquiatría a partir de Kraepelin. Es muy diferente considerarlo como un sujeto marcado por la certeza de una malevolencia –identificada o generalizada–, que interesarse por saber cómo eso reorganiza su vida, qué espera de nosotros cuando viene a hablar, incluso testimoniar de lo que le pasa, a él, singularmente. Del mismo modo, hablar de esquizofrenia es referirse a Bleuler y al debate en torno a la demencia precoz, la hebefrenia y su pronóstico sombrío, etc. Podríamos multiplicar los ejemplos.
Nombrar un pasaje al acto sobre sí que ha podido poner en riesgo la vida como “tentativa de suicidio”, o “TS” para más escarnio, no conduce al mismo lazo transferencial que pensar este gesto como un intento de diálogo con la vida o incluso una búsqueda de la vida. Más que una paradoja, es una idea inaceptable para aquellos que no pueden concebir este actuar más que como una búsqueda de la muerte o, a veces, en el mejor de los casos, como un gesto de llamada y, en el peor, como un chantaje.
Para poder apartarse de esta visión estrecha, es necesario poder pensar que la clínica no está congelada y sobre todo que no está impregnada de posiciones morales. La clínica capta en el tiempo del encuentro lo que el paciente enuncia o no, y en este momento se le pide que precise. Así pues, se prefiere siempre privilegiar la vivacidad y la precisión del paciente en detrimento de:
-informaciones biográficas infinitas que hacen perder de vista al paciente mismo,
-interpretaciones apresuradas que empujan a una frase concluyente que se supone que da el diagnóstico, la clasificación ya cerrada a los decires del sujeto.
De hecho, nuestra orientación consiste más bien en tomar las categorías clínicas –psiquiatría clásica, DSM, CIE, etc.– subvirtiéndolas en provecho de la singularidad del sujeto.
Cuando editamos libros como Cómo orientarse en la clínica o La conversación clínica, no establecemos un manual clínico, sino que confeccionamos herramientas abiertas a la reflexión de cada uno, proponiendo una orientación que se desprende de la conversación.
Nuestra clínica es dialéctica. E incluso, dice Jacques-Alain Miller, es “una clínica democrática”12.
Los manuales de psiquiatría [hago aquí un inciso: incluso los mejor escritos, como el Tratado de psiquiatría de Henry Ey -redactado en colaboración con P. Bernard y C. Brisset, analizante de Maurice Bouvet-, que fue traducido al español y cuya octava revisión, en 1978, estuvo dotado de un prefacio de Juan Obiols13, que decía que esta obra se había “convertido en el tratado de cabecera de sucesivas generaciones de psiquiatras en formación”] tienen infiltraciones de la clínica de Freud, la de los Cinco psicoanálisis; pero como se dice en francés, une chatte n’y retrouverait pas ses petits, ni siquiera una gata encontraría a sus crías.
¿Y nosotros cómo logramos orientarnos?
Sostenemos que la clínica es lo que emerge y queda una vez que se ha conseguido despejar la lógica del caso. Lo que distingue esta clínica de cualquier otra es el de ser una Clínica bajo Transferencia (C.S.T.)14, enuncia J.-A. Miller, el cual recomienda hacer de eso el colofón15 de toda clínica analítica, es decir, lo que constituye su marca, sin fecharla. Es decir que esta clínica está viva, evoluciona. Y J.-A. Miller da la siguiente precisión que es nuestra brújula: “la clínica psicoanalítica, hablando en sentido estricto, no es sino el saber de la transferencia”16.
Entonces eso lleva a plantearse la cuestión de saber cómo se aprende la clínica. La respuesta más apropiada es que la clínica se aprende del paciente. En cierto modo, él es el teórico de su caso. Con todo, si hemos de aprender de lo que dice y de cómo lo construye, tenemos también algunos puntos de referencia que nos orientan. ¡No es de menor importancia!
Digamos, en primer lugar, que es una clínica a medida. Agreguemos que, en cuanto clínica bajo transferencia, se establece a partir del encuentro. En consecuencia, es una clínica del azar, lo cual no le impide ser rigurosa. No es una clínica de las necesidades, que estaría ya escrita y que solo habría que aplicar a los pacientes, congelándolos en clasificaciones validadas por la mayoría. Así se perdería la subjetividad y lo que cada paciente puede tener de más singular, incluso en sus modalidades de goce; eso llevaría a extraviarse, a conducir al paciente hacia errancias, impasses ¡o peor!
Maneras de concebir la clínica
En esta parte hablaré de dos casos de mi práctica que resaltan las consecuencias de no haber escuchado lo que quería decir el paciente, dicho de otro modo, los efectos del ¡cállate!
El ahorcado
“¿Por qué se ahorcó? Si se hubiera pegado un tiro o cualquier otra cosa, no me habría importado. ¿Por qué los psiquiatras no han querido tomar en consideración esta diferencia? Me han insistido, desde entonces, que era este acontecimiento de vida grave lo que había desencadenado mi psicosis maniacodepresiva”.
Es lo que se impone a este sujeto al final de una entrevista, en una sesión de presentación clínica, a pesar de que se hacen cargo de él desde hace veinte años diferentes psiquiatras de los cuales dice que son “todos eminentes”. Conoce perfectamente toda la farmacopea moderna, sobre la cual nos imparte una enseñanza precisa. Hay que decir que su tratamiento comprendía una pedagogía aplicada, conducida por terapeutas cuidadosos de compartir con él su saber. Eso dura desde hace veinte años. ¡Acaba de huir de estos “profesores”, al haberle propuesto éstos una serie de electrochoques! Se ha refugiado en nuestro servicio.
El que se ha ahorcado es un colega del trabajo con el cual competía por obtener un puesto de dirección en la empresa. Pero la razón del suicidio no es ésta; se conoce la causa: su mujer lo había dejado por otro. Entonces ¿por qué desde hace veinte años sigue viendo en sus sueños ahorcados sin rostro? ¿Por qué le atormenta noche y día la muerte de este hombre? Decididamente los psiquiatras tienen razón: efectivamente, ¡se trata de un fuerte life event! Prueba de ello es que los ataques de excitación y de depresión, complicados por conductas suicidas, están ritmados por la aparición del sueño.
Sin embargo, en la entrevista acepta hablar de otra cosa que no sea la “enfermedad”, concepto que sirve para reabsorber todo y explicar todos estos malestares. Accede a demorarse sobre su vida, marcada por su deportación a Bergen-Belsen, un campo de concentración nazi. Ya que “se interesan por él, más que por su enfermedad”, dice, consiente a hablar de ello. Entonces allí, en este momento preciso, están todos, los ahorcados del domingo, la distracción de los SS que con melodías de Bach procedían a ahorcamientos de prisioneros tomados al azar, una lotería que podía, una vez u otra, tocar a cualquiera. Se les obligaba a asistir a estas escenas en las que ellos mismos eran también los ejecutores. Retrospectivamente y en un instante, su vida, su sufrimiento, sus relaciones con sus parientes, su esposa, su hija, se iluminan de otra manera. El sujeto acaba de emerger, de atravesar la pantalla opaca, construida por el abordaje científico de la parte manifiesta, luego detectable inmediatamente: la alternancia de los trastornos del estado de ánimo.
Después de la entrevista, el paciente telefonea a su psiquiatra. Aquel, muy inquieto, me llama para saber si encontré otra cosa más que una psicosis maniacodepresiva. Simplemente habíamos descubierto y reencontrado a un sujeto.
“La ciencia no tiene límite”
Este sujeto ilustra lo que queremos decir con el paciente es el teórico de su caso.
Una enfermera de cuarenta años está de baja de enfermedad de larga duración con el diagnóstico siguiente: “estado depresivo severo con inhibición socio-profesional”. Eso excluye cualquier posibilidad de reinserción. Es reenviada de psiquiatra en psiquiatra, de hospitalización en hospitalización y de antidepresivos a neurolépticos, con efecto ansiolítico. Es la teoría del burnout la que se le opone y, viene al caso decirlo, la mantiene out de toda escucha apropiada.
Cuando encuentro esta paciente, la primera cosa que quiere decirme es “La ciencia no tiene límite”. Se entra en seguida, si se le deja un espacio donde ella pueda hablar, en el meollo de la cuestión. Ella está dispuesta a aceptar ciertos experimentos, pero le han de decir por qué es ella la que debe soportar todo eso y con qué objetivo. Eso dura desde hace diez años, la vigilan, actúan sobre sus pensamientos, la dirigen. Se ha visto obligada a abandonar su trabajo, su apartamento, sus amigos, y a refugiarse en casa de su madre con quien vive. Incluso allí, “ellos” continúan. Por supuesto ha escrito a la policía, pero también a diferentes ministros –de Sanidad, de Justicia– y también al presidente de la República. La única respuesta que ha obtenido es la de ser hospitalizada en psiquiatría. Estima que no está loca, que eso concierne a la Ciencia, una ciencia que está por encima del común de los mortales.
Por eso, dice, “vengo a plantear estas cuestiones a un psicoanalista”. No espera un diagnóstico; viene a pedir ayuda en relación con este insoportable.
Pregunto: ¿Cuándo comenzó eso? Hace diez años, se acuerda muy bien, pero sigue sin comprender por qué. ¿Ha cometido alguna falta? Si se trata de eso, que se lo digan. “Hasta ahora los psiquiatras me han tomado por loca y no han querido escuchar lo que yo tenía para decir; me han dado neurolépticos”.
Por lo tanto, ella también, en caso de que se quiera saber, quiere decir, testimoniar. Era enfermera e “irreprochable” en su trabajo. El “Jefe” era un hombre temido y admirado. Un día, en la gran visita, delante de toda una cohorte que le seguía, se puso a hablar de la procreación asistida médicamente e insistió sobre el hecho de que las mujeres iban a poder prescindir de los hombres para tener hijos. Ella comprendió inmediatamente: el discurso le iba dirigido a ella; cada uno del grupo lo había adivinado. ¿Qué había querido decir? ¿Por qué había desvelado su vida íntima? Le imputaban una falta ética en cuanto a su vida sexual. Se vio brutalmente sumida en una gran perplejidad. La respuesta le vino bajo una modalidad alucinatoria. Escuchó que él decía: “La ciencia no tiene límite”. Ella abandona precipitadamente la visita. ¿Por qué ella? ¿Por qué debe padecer todos estos experimentos? Ella ha sido elegida. Lo que está out en este burnout es el anudamiento que la sostenía y que, en un mal encuentro con un mal enunciado, se ha deshecho violentamente. La cuestión es saber cómo hacerse destinatario de este out, para, en la transferencia, postular un in. Dicho de otro modo, atinar a anudar, en la transferencia, algo para que ella pueda encontrar un apoyo: rehacer un anudamiento que le sea singular.
De una clínica, la otra: un comienzo de cura
Quiero relatar el inicio de una cura17 que ilustra el error que puede suceder cuando uno se limita a una clínica ya escrita, incluso cuando esta construida con conceptos y términos freudianos –aquí una fobia en un sujeto obsesivo, con un objeto fóbico, el conejo, el establecimiento de trayectos asociando carreteras y bosques, el aumento de sus perímetros de desplazamiento articulado con rituales que permitían neutralizar la angustia, relacionada con la muerte del padre en un accidente de coche en una carretera que bordeaba un bosque.
Este sujeto, psicólogo, vino a verme precisando que dominaba bien sus síntomas. De hecho, venía para obtener una confirmación del trabajo que había hecho solo. Añadía que esperaba, después de algunas entrevistas que permitieran algunos reajustes, autorizarse como analista. Él quiere ser analista. Me propone un relato detallado de su auto-cura. Este hombre de cuarenta y cinco años, lleno de diplomas, tiene un conocimiento real y profundo de los textos de Freud. Pensó que la mejor formación era rehacer el mismo recorrido que Freud. Entonces se puso al trabajo de su autoanálisis, anotando todo “minuciosamente y sin complacencia”, dice, en libretas que son el tesoro de su autoanálisis.
Quiere darme la prueba de la eficacia de su trabajo. Explica lo siguiente: presenta una fobia a los conejos: teme encontrarse con un conejo muerto. Esta fobia se había vuelto muy invalidante en el plano socio-profesional. Ha descubierto, en esta época, la pasión del footing y metódicamente ha delimitado trayectos que asocian carreteras y bosques: “Antes no habría podido, por el miedo de encontrarme con conejos”. Debe pasar siempre por los mismos lugares a las mismas horas –un ritual muy preciso. La causa de su angustia, la asocia con la muerte de su padre, atropellado por un coche. La construcción psicopatológica que hace pone en juego el Edipo y la castración en relación con una escena para él traumática: la muerte de los conejos que criaba su madre, debida a una epidemia de mixomatosis.
El paciente dirige una sociedad de comunicación, está casado y es padre de dos niños. Por tanto, todo va bien, él tiene “una buena salud”, salvo una conjuntivitis crónica que afecta un solo ojo “que está rojo”, dice. Pese a mis solicitudes de que precise más ese punto, eso no le evoca nada. Me arriesgo a preguntarle si él sabe cómo se nota que un conejo sufre mixomatosis. No lo sabe, pero por deducción piensa, acertadamente además, que yo tengo la respuesta y que debe tener algo que ver con un ojo rojo. Corto la sesión sobre este punto.
En las sesiones siguientes, desarrolla tres escenas que pone en serie y que “faltaban en su autoanálisis”. La primera, cuando tenía cinco años; era el día del entierro de su abuelo materno. Su padre estaba ausente. Un gato que acababa de nacer maullaba fuera. Pensó que debía ir a buscarlo para salvarlo. Un tío materno, violento y ebrio, se había burlado de él de una manera vulgar: “hablando vulgarmente de la “chatte”. [En argot francés: la chatte, la gata, designa el sexo femenino.] Añade: “Estuve aterrorizado y abandoné a ese gato del que siempre pensé que había muerto a causa de mi cobardía”.
En la segunda escena que sucede poco tiempo después, él mira a su madre “que mata un conejo según la tradición”: el “golpe del conejo” seguido de una extirpación del ojo que permite desangrarlo. Es preso del horror.
La tercera escena concierne la muerte de su padre, atropellado por un coche cuando salía de un bosque y atravesaba una carretera. El paciente tenía diez años, su padre cuarenta y cinco. Su madre le ha recordado recientemente, el día de su aniversario, que tenía la edad a la cual murió su padre. En este momento adopta una conducta peligrosa con su coche: “conduce à tombeau ouvert” en francés, lo que quiere decir a toda velocidad arriesgando su vida, literalmente a “tumba abierta”. Cuando le subrayo este punto, se queda sorprendido por lo que dice: “la tristeza de mi madre me ha privado de la muerte de mi padre”. Declara entonces “lo que creía que sabía perfectamente bien me lleva a cosas del todo diferentes”. Es un momento clave.
Piensa que puede reformular su demanda y quiere –son sus términos– “iniciar” un análisis para saber más sobre las cuestiones que se le han abierto. Respecto a los conejos, en este momento constata, un poco sorprendido, que puede evocarlos o verlos en fotos sin que se desencadene la angustia. Se puede decir que este sujeto estaba a gusto con su síntoma, que de alguna manera debía satisfacerle, allí donde a la vez era su sufrimiento, incluso si “se las arreglaba con eso”. Conejo era un nombre del sujeto.
Se trata en este caso, partiendo de una clínica establecida, aunque inspirada por el psicoanálisis –por el pequeño Hans de Freud–, de la puesta en forma del síntoma, esta vez analítico, es decir, de la transformación de la queja (el síntoma como queja del sujeto) en una forma constituida en el campo del Otro, aquí el otro de la transferencia (síntoma analítico).
Durante la cura, el síntoma tal cual se repite en el sujeto, por el hecho mismo de que sostiene la queja reiterada, permite la instauración de la transferencia, por la activación del sujeto supuesto saber. Quedaba aún por hacer el recorrido, esta vez, de la cura, bajo transferencia.
La singularidad en la variedad
La variedad de los casos es donde se sostiene nuestra aproximación a una clínica. No se trata de casos que demuestren una estructura clínica, ni de una teoría de la clínica.
Hay que tener las “orejas apropiadas”18, como dice Lacan en Hablo a las paredes, para que los síntomas, los de una clínica de la observación, no recubran los decires del paciente. Aquella clínica —la de la observación— hace callar al paciente, apuesta por la categoría, la clasificación. Con todo, citar al paciente, entretenerse en sus decires al infinito, tampoco logra una clínica. Aún falta que estos decires sean escuchados, entendidos por lo que son y no sean interpretados apresuradamente por cada uno de los analistas según ideas preconcebidas. Se escuchan tanto mejor cuanto que son remitidos a la transferencia y, en este contexto, a su precisión, la cual es solicitada del paciente, o del analizante, por el analista. Se le solicita que diga un poco más y siempre aún un poco más, sobre su posición –la del analizante, o paciente– en relación con sus enunciados. Eso es radicalmente diferente a aplicar una interpretación a un decir.
No se trata tampoco de demorarse sobre las personas que lo rodean. Por ejemplo, poner a la luz a un “padre deficiente” cuando se trata de un agujero en lo simbólico que Lacan designa, en su primera enseñanza, como forclusión del Nombre del Padre. Agujero al cual el sujeto psicótico consigue a veces encontrar una forma de tapar con un delirio o con un sinthome, que consolida, por lo menos provisionalmente, el conjunto. En otros casos, se trata de un agujero dejado, un tiempo, por un duelo, etc.
En los casos de los que he hablado y de hecho con todos los pacientes, más que quedarse fijado en una nominación diagnóstica, se trata para el analista en relación con su práctica, en la transferencia, de encontrar la forma de hacer el par19 con aquel que se dirige a él. Hay que encontrar cómo volver vivo lo que se impone de lo real a un sujeto en lo que Lacan llama “la coyuntura dramática”20 de un desencadenamiento psicótico, cuando la solución encontrada por el sujeto, que llamamos de acuerdo con su última enseñanza, sinthome, no aguanta más.
Esta “dramaturgia”21 no es una dramatización de la situación. Eso se verifica también para cada demanda en su singularidad. Lo que constituye la diferencia es la manera que tenemos de sentirnos implicados tanto en la transferencia como en el acto que sostenemos.
Esta clínica viva, orientada por la última enseñanza de Lacan hacia el sinthome, estorba nuestro pensamiento más bien familiarizado con el modo binario: neurosis o psicosis; Nombre del Padre o no; síntoma o fantasma. Este concepto, como ha podido advertirlo J.-A. Miller, resulta “desestructurante”22, en el sentido de que rebaja las estructuras clínicas clásicas y que, más allá de ellas, designa un modo de gozar singular. Así, queda puesta en tela de juicio una clínica para todos, una clínica de lo universal de los psicóticos, los neuróticos, etc.
Acabaremos con una cita de J.-A. Miller que encontraréis en el último volumen de la UFORCA, La conversación clínica, que acaba de salir en las ediciones Grama: “Por supuesto, la clínica no es todo el psicoanálisis. ¡Eso en el caso de que todo el psicoanálisis tenga un sentido! El psicoanálisis no se resume en la clínica, en el informe de la experiencia. Sin embargo, eso sigue siendo básico y nosotros renovamos nuestra relación a esta base cada año, al plantearnos, para los casos presentados, la pregunta sobre lo que un sujeto obtiene cuando se somete a la disciplina de la asociación libre”23.
Traducción de Alín Salom
¿Cómo orientarse en la clínica?
NODVS LIX, desembre de 2020